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En esta temporada es particularmente ilustrativo ver cómo opera nuestra economía de mercado y sus estragos sociales. Desde noviembre inicia la promoción de celebraciones como el Halloween, totalmente ajena a las tradiciones mexicanas, que se han ido perdiendo con el paso del tiempo. Viene luego Santa Claus, con su imagen actual diseñada a inicios de los años 30 por Habdon Sundbloom para un promocional de Coca-cola, y que es hoy figura emblemática, parte de nuestra cultura, y cuya obediencia es obligada para los padres el día 24. Luego vendrá el día de Reyes, y más tarde San Valentín, que vienen adquiriendo carta de naturaleza en nuestro país, y así sucesivamente.
Muchas tradiciones han venido desapareciendo o modificándose para ser adaptadas a la cultura global predominante, en lo que representa un progresivo desdibujamiento de la identidad nacional, algo que no es privativo de México, sino un proceso mundial de debilitamiento del nacionalismo. En sus inicios, el capitalismo nació envuelto en la forma nacional, pues así lo necesitaba, pero ahora ocurre un proceso inverso: su disolución y difusión en la globalidad, y es que hoy, como consecuencia de su propio desarrollo, la economía capitalista encuentra en las naciones y su diversidad cultural un obstáculo a su expansión.
Los centros industriales y mercantiles del mundo necesitan un consumidor estándar que piense igual, se comporte igual y consuma igual, y no hombres pensantes y con gustos diferentes, que rechacen productos o patrones de consumo artificiales. Para resolver esto, el sistema configura al consumidor, receptor entusiasta de los productos industriales. De lo que verdaderamente se trata, contra toda apariencia, no es de que el mercado se adapte a las necesidades del hombre y se ajuste a ellas, sino a la inversa: que las “necesidades” del ser humano se adapten al mercado.
Esto se logra fundamentalmente de dos formas. La publicidad, que ofrece los productos, metiéndoselos por los ojos al consumidor y que genera “preferencias”, gustos y modas, en una palabra, “crea” necesidades entre los consumidores, que de otra forma no existirían espontánea o naturalmente. Así, se introducen los productos y su complemento, el deseo de adquirirlos. La conducta del consumidor ha de ajustarse, haciéndola más receptiva y proclive a la compra, pudiéramos decir más mercantil, no refractaria a adoptar los patrones de consumo convenientes a la industria. Se trata entonces de crear hombres receptivos, prestos a responder a las necesidades del mercado; de preferencia compradores compulsivos, que son los más útiles.
Otro mecanismo para lograr esto ha sido convertir al consumismo en principio ético y costumbre; hacer del consumo y la acumulación de bienes un valor moral es una forma de propiciar la compra y que las empresas vendan. Y esto hace de manera metódica la televisión y todos los medios masivos de comunicación al servicio de la industria. Por ejemplo, el día de las madres, del amor, del niño, en Reyes, el 24 de diciembre, no comprar es socialmente condenable.
Esta labor de convertir una necesidad económica en principio ético se realiza de manera particularmente incisiva entre los niños, pues son los más sensibles e indefensos mentalmente. Convirtiéndolos a esta religión de mercado se les asegura como compradores de por vida. Para ello, la televisión trabaja incansablemente, inculcándoles que la felicidad consiste en comprar, comprar compulsivamente; y si alguien no adquiere tal o cual objeto, no podrá ser feliz.
Obviamente, no se trata aquí de cuestionar todo consumo, sino el consumismo. No confundamos la adquisición de bienes necesarios para la satisfacción de necesidades reales con la inducida por los medios. Obtener bienes necesarios para la salud, vivienda, servicios públicos como agua, drenaje y electricidad; el vestido necesario; cobertores o ropa de invierno para protegerse del frío, o sistemas de calefacción de viviendas en zonas frías o de enfriamiento en zonas cálidas; en fin, todo ello son necesidades que deben satisfacerse. Por lo tanto, la adquisición de esos satisfactores es, en efecto, relevante y necesaria para la felicidad de las personas. Sin embargo, existen otros bienes cuyo consumo no constituye en forma alguna condición de felicidad, como lo es tener una play station, un cierto robot americano que hace determinados movimientos, una muñeca que hable, unos tenis de tales o cuales características; o, en los adultos, bienes suntuarios como ropas de lujo, perfumes o relojes caros, cuyo consumo en realidad no constituye una necesidad fundamental, sino que es inducida, pero cuya posesión da status y, cosas del fetichismo, hace que las personas “valgan”. En estos días de fin de año opera a todo vapor el mecanismo que aquí comentamos, invitando a consumir todo lo que la industria crea para la satisfacción de falsas necesidades. La publicidad trabaja al máximo y las industrias, sobre todo trasnacionales, reciben ríos de dinero por sus ventas navideñas.
En esta temporada destaca particularmente el consumo masivo de alcohol, que además de reportar ganancias a las empresas, tiene efectos útiles para la economía de mercado, más graves aún: concretamente alcoholizar, principalmente a la juventud, de manera que piense menos, sea menos crítica, menos culta y exigente. Un joven embrutecido por el alcohol no lee, no vive pensando en cultivarse, en desarrollar sus capacidades deportivas o su sensibilidad artística; no piensa en su realidad regional, nacional o mundial, ni la cuestiona; no critica al orden existente. Se aturde, pierde su capacidad de pensar y se abandona incluso como persona. Con esto que aquí digo no se trata de ninguna manera de cuestionar en general el consumo de alcohol, sino su abuso, el hecho de que no sean ya las personas las que consuman alcohol, sino el alcohol el que consuma a las personas, en claro daño de su salud, sus relaciones humanas y su economía.
Pero volviendo al consumismo, producto de la mercadotecnia de las empresas, vemos a su contraparte: que la gran mayoría no puede responder al llamado de la selva a comprar, pues no tiene dinero para ello, para adquirir lo que tanto la publicidad como la presión social, a través de la moda, ordenan comprar, y esto tiene efectos sociales graves. El primero es el sentimiento de frustración, a veces verdaderamente depresivo, al no poder comprar, como la televisión manda, aquellos bienes que, se dice, dan felicidad; a un grado tal que en la época navideña aumenta la depresión entre jóvenes y personas mayores. Pero ante la falta de dinero y la presión para que compren, muchos jóvenes se ven empujados a robar para conseguir lo que desean. Se han visto así presionados a involucrarse en actividades ilícitas para conseguir dinero fácil y rápido.
Pero al fracasar en su intento sobrevendrá la frustración y el rencor hacia una sociedad que les ofrece de todo… en los aparadores y en la televisión, pero a la vez, por no tener dinero, les niega todo. Esta contradicción genera sentimientos de rencor, venganza y deshumanización; de profundo resentimiento, que más tarde habrá de manifestarse en forma de rebeldía ciega, de acciones antisociales y venganza, por parte de los millones de excluidos de este mecanismo falso y perverso de publicidad y consumo diseñado para deslumbrar a todos y satisfacer a muy pocos. Vendrá entonces el pandillerismo agresivo, que luego habrá de ser sometido por la fuerza. Pareciera absurdo, pero las más de las veces lo que nació en la publicidad, en los cantos de sirena del consumismo, termina a garrotazos o en la cárcel. Por eso podemos concluir de todo esto que, en lugar de la satisfacción irracional de falsas necesidades, es necesario que la economía satisfaga las necesidades, esas sí muy reales y lacerantes, de las grandes mayorías empobrecidas, quizá generando menos ganancias, pero sí más felicidad. Vale desear todo esto, no solo en fin de año, sino siempre.
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Escrito por Abel Pérez Zamorano
Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.