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¿No les ha tocado observar, sobre todo en redes sociales y en programas de televisión, notas como “Recetas en siete pasos para encontrar la felicidad”, ¿“Diez consejos estoicos para vivir mejor” o “Aprenda a vivir con poco en cinco sencillos pasos”? ¿Cuántas veces, en los últimos años, han escuchado la palabra “resiliencia”? Una palabra que, tal vez, en la década pasada apenas se conocía. En toda esa absurda palabrería se esconde una trampa ideológica que es preciso desenmascarar.
El estoicismo fue, desde sus orígenes, una filosofía encaminada a alcanzar la virtud; la virtud era la sabiduría, por lo que el objetivo de toda vida humana era, para el estoico, alcanzar la sabiduría, en la que la ciencia se presentaba como una de sus condiciones fundamentales. Para ello había que seguir una serie de reglas.
No podía alcanzarse la virtud, la sabiduría, sino a través de la ascesis, un conjunto de normas morales que te permitirían, despojándote de las preocupaciones materiales y mundanas, acercarte con mayor facilidad a la filosofía. Entre estas normas sobresalía la autarquía, el dominio de sí mismo, que no era otra cosa que la expresión práctica del principio clásico de la filosofía griega: “Conócete a ti mismo”. Para los estoicos, el dominio de las pasiones, los instintos y, sobre todo, las acciones que éstos impulsan, solo podían provenir del conocimiento del ser, de la conciencia de uno mismo. Estos saberes no surgían de la reflexión, tampoco de la meditación o de la relajación. Un hombre únicamente se podía conocer realmente en la medida que conocía su entorno, su realidad, su historia.
Por esta razón, el estoicismo, como otras tantas formas del pensamiento, predicaban la sabiduría, es decir el estudio, el conocimiento del mundo y, en consecuencia, el conocimiento del “Yo”. La teología cristiana se sirvió de la doctrina de Zenón, Crisipo, Catón, Séneca, Epicteto, Marco Aurelio, etc., para fundamentar sus principios; exigía autarquía y sometimiento para que el status quo se perpetuara, prometiendo salvación eterna a cambio. El instinto natural de rebelión, que el hombre llevaba en sí, fue sofocado por la deformación teológica de la filosofía estoica hasta ya muy entrado el Siglo XIX.
La modernidad, el capitalismo contemporáneo y la pseudofilosofía han arrebatado todo contenido al pensamiento estoico, dejando únicamente el cascarón, el material ideológico que le es útil hoy para perpetuar el sistema a pesar de su evidente descomposición. ¿A qué se debe que en las escuelas, en el cine, la televisión y la literatura, sobre todo en la moderna “literatura” de autoayuda, se destaquen nuevamente los métodos estoicos de “resistencia”? La causa no está en la idea, sino en las condiciones materiales, económicas y políticas. En un sistema donde las oportunidades escasean, y donde para sobrevivir hay que rebanarse el pellejo diariamente; cuando todo a nuestro alrededor luce oscuro y lúgubre, ¿cómo se puede pedir al hombre que resista? Porque no hay opciones de redención cuando no quedan salidas para liberarse del hastío y el cansancio: ¿Qué es lo que queda? La resignación.
A esta superchería intragable se añade una idea aparentemente inocente pero profundamente dañina. Cuando el hombre no tiene nada en qué creer, cuando su visión del mundo está a punto de caer en un nihilismo instintivo, el sistema, preocupado porque pierda absolutamente todo, y a sabiendas de que los que no tienen nada que perder están dispuestos a romper con la realidad sin importar lo que pase, les ofrece el consuelo o idea ya masticada y rumiada por décadas de “cree en ti mismo”. ¿Qué se supone que significa creer en uno mismo? Uno aprende a creer en lo que estudia, lo que conoce, lo que practica… incluso la religión, que no exige conocimientos, no llega a extremos absurdos de idealismo subjetivo y predica la fe: “Cree en Dios”. Creer en uno mismo, si uno mismo no se conoce, si no entiende las circunstancias que lo determinan, si uno mismo no tiene principios que guíen su conducta y su vida, resulta un absurdo.
No pretendo derivar en fatalismo y apatía; eso es precisamente lo que el sistema quiere de nosotros. Todo lo contrario. El estoicismo moderno, la resiliencia y el “echaleganismo” son salidas artificiales y, sobre todo, falsas. El hombre es y fue históricamente rebelde. ¿Por qué hemos de practicar el conformismo, la paciencia y la resignación, cuando la realidad exige transformación, coraje, lucha e inconformidad? De lo que se trata es de transformar, decía Marx, y toda esta engañifa nos lleva a soportar lo insoportable y a perpetuar lo dañino en la sociedad. Si pretendemos enfrentar al mundo, si disponemos de la valentía y la conciencia necesarias, lo primero será despojarnos de esa doctrina ideológica que lleva a la apatía; lo segundo consistirá, siguiendo la verdadera filosofía estoica, conocer el mundo, estudiar la realidad y, en el proceso, conocernos a nosotros mismos como parte constitutiva de ésta, desde nuestra posición de clase; finalmente, y lo más importante, abocarnos, con un esfuerzo productivo, a su transformación. No se trata de resistir, sino de combatir.
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Escrito por Abentofail Pérez Orona
Licenciado en Historia y maestro en Filosofía por la UNAM. Doctorando en Filosofía Política por la Universidad Autónoma de Barcelona (España).