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Georges Rouault nació en 1871, el año de la Comuna de París, cuando la clase obrera gobernó brevemente esa metrópoli. Es decir, vio la luz durante las matanzas de la llamada “semana de la sangre”, Creció entre los más humildes y desarrolló un amargo rencor hacia los más privilegiados. Sus sentimientos sociales de 1902 a 1914 fueron inocultables: se compadecía de los más pobres y mofaba de los muy ricos. Era un artista social. Tuvo un efímero paso por el fauvismo, abrevó la influencia de Daumier, Rembrandt y Goya.
En 1905, en el Salón de otoño, el mismo recinto que consagró a los pintores fauvistas, presentó Los Poulot, el retrato de una pareja pequeño-burguesa. Un crítico francés de la época los reseñó así: “Parece que este artista no sabe concebir más que atroces y vengativas caricaturas. La infamia burguesa ejerce en él una tan violenta repercusión de horror que su arte queda herido de muerte. Se trataba de hacer lo que es más trágico: dos burgueses, hombre y mujer (…). Él ha hecho dos asesinos de barrio”.
De este modo hizo evidente su predilección por los hijos del sufrimiento y las víctimas de injusticias; aunque no se hallan imágenes que idealicen la miseria. En sus cuadros hay, no obstante, una fuerza que propone alguna esperanza y cierta piedad que los eleva a la altura de las figuras simbólicas. Esto no es extraño: su mayor influencia fue la del escritor y ensayista León Bloy, un católico que vivía entre prostitutas y marginados, cuya obra está dominada por “el ardor místico”. Mantenía una dialéctica de pobres contra ricos y justificaba las revueltas de los primeros. En sus pinturas iniciales, las figuras favoritas fueron los obreros y campesinos, las madres proletarias y las familias de los suburbios de París.
Las secuelas de la Primera Gran Guerra calaron hondo en toda Europa, no solo por el aniquilamiento material, sino porque se rompió el equilibrio interno de Occidente. En el talante artístico se rompió la visión optimista: no hubo una luz detrás del túnel, no hubo futuro de progreso social, como creían los positivistas; fue como si los hombres hubiesen vivido el apocalipsis sin redención. En el periodo entreguerras existió la falsa sensación de armonía: la humanidad estaba en paz, pero sobre un infierno latente. La intelectualidad no duda en afirmar que esos excesos los ha creado la sociedad burguesa.
Rouault denunció esta sociedad como opulenta e hipócrita; emperifollada con lo banal y superficial; amante de las formas desechables y frívolas y que oculta la causa que le daba vida: la miseria de miles de abandonados. Rouault decía de los burgueses: “No les reprocho su crueldad ni su egoísmo, inconsciente, a veces, bajo una bondad fingida, sino más bien el cuidado pedante que ponen en creer que son ellos quienes hacen girar la tierra y aseguran nuestra felicidad al pensar en la suya propia. Cómicos y grotescos si no pretendieron, además, bajo una especie de bonhomía sacerdotal, convertirse en justicieros”.
Nuestro autor, en aquella época, pintó lo aparentemente anacrónico: lo religioso; recurrir a Dios, al judío, el que abandonó a la Europa; quizás por ello no lo representa místico, sino humano, desde su lado más burdo y nefasto. Son escenas divinas contaminadas de lo mundano. Estamos ante un estilo de corte expresionista pero católico.
No es una negación de Dios, como la de Nietszche. No, Rouault no rompe con la idea de Dios, la sostiene, acaso como un alarido sincero de un hombre desprovisto de consuelo. Sus trazos son toscos, harto definidos, como los primeros encuentros del arte humano con Dios, sin perspectiva, sin aparente maestría y en los que pueden hallarse, sin esfuerzo, reminiscencias de su pasado fauvista y de Vincent van Gogh. Algún crítico calificó su propuesta como una antiestética, porque no buscaba agradar, sino transmitir ansiedad, acaso desesperación. En el sentido estricto de la palabra, busca expresar, es decir, estremecer.
El arte nos requiere esa sensibilidad; el mundo de Rouault nos grita que la sociedad burguesa es superficial, porque así actúa en el fondo y porque prospera con la ruindad, la ambición desmedida y el egoísmo más atroz.
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Escrito por Marco Antonio Aquiáhuatl
Columnista