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El testamento poético de Porfirio Barba Jacob
Su obra poética sufrió el injusto desdén de la crítica contemporánea, entre cuyas figuras destacaba Octavio Paz.
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Y vosotros, rosal florecido,
lebreles sin amo, luceros, crepúsculos,
escuchadme esta cosa tremenda: ¡He vivido!
He vivido con alma, con sangre,
con nervios, con músculos,
y voy al olvido.

Elegía de septiembre/ Barba Jacob

 

El 14 de enero de 1942 moría, en la Ciudad de Mexico, Porfirio Barba Jacob, seudónimo definitivo, elegido entre todos los que usara a lo largo de su azarosa existencia, el poeta colombiano Miguel Ángel Osorio Benítez. Víctima de la tuberculosis, terminaba así un largo peregrinaje, una cadena de destierros y exilios que lo llevaron a radicar temporalmente en muchas ciudades de América y el mundo hasta echar raíces, desde 1930, en la capital mexicana.

Su obra poética sufrió el injusto desdén de la crítica contemporánea, entre cuyas figuras destacaba Octavio Paz, quien lo tildara de poeta anacrónico y le reprochara su modernismo tardío, considerando erróneamente que el movimiento modernista se limitaba a Rubén Darío.

Sin embargo, la belleza, profundidad, perfección y humanidad que el lector puede sentir desde la primera aproximación a sus versos, echan por tierra tal juicio, producto de una apreciación parcial, limitada, de la obra del errante colombiano, autor de uno de los poemas de mayor musicalidad que puedan encontrarse en la lira modernista: Canción de la vida profunda.

Admirador del ideario inspirador de la Revolución Mexicana de 1910, su poema Futuro es un estremecedor testamento poético. Yo soy un hombre al que la vida, con sus luchas, ha llevado de un sitio a otro por todo el mundo –dice el poeta–; vagué por mi América y México me “dio su rebeldía, su libertad, su fuerza”. Y como en tantas obras maestras del modernismo, Barba Jacob recurre al tópico del fuego, la llama, la antorcha: y era una llama al viento.

Soy el poeta, el fuego, la luz que ilumina las tinieblas, dice; y acto seguido reconoce la insignificancia individual de cualquier voz: porque no es nada una llamita al viento. La llamarada, ésa que no puede apagar ningún vendaval, sólo pueden formarla muchas voces. Y ahí radica su testamento literario, en el llamado crepuscular a unificar la luz de muchas llamas para iluminar al mundo en medio de la noche.

         

Decid cuando yo muera... (¡y el día esté lejano!)
soberbio y desdeñoso, pródigo y turbulento,
en el vital deliquio por siempre insaciado,
era una llama al viento...

Vagó, sensual y triste, por islas de su América;
en un pinar de Honduras vigorizó el aliento;
la tierra mexicana le dio su rebeldía,
su libertad, su fuerza... Y era una llama al viento.

De simas no sondadas subía a las estrellas;
un gran dolor incógnito vibraba por su acento;
fue sabio en sus abismos –y humilde, humilde, humilde–
porque no es nada una llamita al viento.

Y supo cosas lúgubres, tan hondas y letales,
que nunca humana lira jamás esclareció,
y nadie ha comprendido su trágico lamento...

Era una llama al viento y el viento la apagó. 

 


Escrito por Tania Zapata Ortega

Correctora de estilo y editora.


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