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Occidente perdió en Afganistán; y su salida deja manos libres a China, Rusia e Irán, sus rivales geopolíticos. Estados Unidos (EE. UU.) se retira tras librar, durante 20 años, una guerra no declarada y de colosal magnitud bélica contra un enemigo impreciso (el terrorismo), en cuyo territorio nunca detentó cabal dominio militar, social y político, incluso sobre los gobiernos que impuso. Ante este fracaso, Washington pactó con el Talibán, cuyo retorno al poder era indudable. Por ello es hipócrita la campaña de alarma contra un eventual reinicio del terror que lanzan las cúpulas políticas en aquel país, y en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).
La de Afganistán fue una guerra que nadie ganó. Los ejércitos de EE. UU. y la OTAN arriaron velas del país centroasiático al constatar que la solución ahí no era militar. Tras letales bombardeos y masivas campañas de manipulación de la verdad, hoy se revela que el enigma afgano se descifrará entre EE. UU., China, Rusia e Irán.
Hito geopolítico
Cuando el gobierno estadounidense optó por retirar a sus tropas de Afganistán, marcó un hito; pues quedó claro que Asia Central ya no es su zona de dominio. La superpotencia, que por años se negó a dejar esa región estratégica –está ubicada entre Europa Occidental, Rusia, China, India y el Medio Oriente– invirtió miles de millones de dólares (mdd) para permanecer ahí.
Ahora, para mitigar su vergonzoso retiro, EE. UU. debe rediseñar sus relaciones en esa región, cuya situación geopolítica cambió en 20 años. En principio, los Estados vecinos, que por temor al terrorismo aceptaron su presencia, adquirieron experiencia y ya no necesitan la intervención directa de Washington.
Además, los atraen las promisorias expectativas que ofrecen China y Rusia para la región. De tal modo que la llegada del Talibán a Kabul representa un hito que marca la transición geopolítica global, como describe el analista Atilio Borón.
Así, el mundo atestigua cómo en Afganistán se aplica la máxima de que en política los vacíos se ocupan. Y tras la salida occidental –casi huida–, el Talibán tomó el poder, lo que no sorprende; pues tal escenario debió figurar en el riguroso acuerdo que EE. UU. firmó con sus adversarios de 20 años: los talibanes.
China participa asertivamente en el “gran juego” de la transición afgana. En diálogo telefónico, el ministro de Relaciones Exteriores, Wang Yi, solicitó al Secretario de Estado de EE. UU., Anthony Blinken, mantener un enfoque responsable en esa crisis, en lugar de uno que suscite nuevos problemas. Nunca en la historia político-diplomática de Washington, otro Estado le había impuesto normas de actuación.
Rusia, a su vez, mide el terreno para ganar influencia en la transición afgana mediante consultas con EE. UU. y China. Ha manifestado que desea ver que el Talibán cumpla con sus promesas de crear un gobierno de coalición con otras fuerzas, combatir al terrorismo y frenar el narcotráfico.
El presidente ruso Vladimir Putin desplegó a sus mejores hombres para asegurar ese objetivo. Así, mientras el canciller Sergéi Lavrov postergaba el reconocimiento oficial, Zamir Kabúlov, enviado especial de Putin, se reunía con representantes talibanes para abordar asuntos de seguridad. Y el embajador ruso Dmitri Zhirnov esbozaba la posibilidad de que el reconocimiento al Talibán siga a la decisión de Moscú de ya no considerarlo “organización terrorista”.
Quién es quién en el talibán
Estimaciones de la OTAN afirman que hay 85 mil combatientes talibanes, cifra muy superior a la que tenían en 1998, cuando controlaban el 90 por ciento de Afganistán. En los últimos años aumentó su influencia internacional, al mostrarse como accesibles negociadores y hábiles interlocutores con China, Rusia, Irán y Pakistán.
Haibatullah Akhundzada. Desde 2016, este jurista islámico es líder supremo con autoridad final sobre asuntos políticos, religiosos y militares de los talibanes. Podría ser el hombre más poderoso de Afganistán.
Mulá Abdul Ghani Barandar. El Jefe de la oficina política, integró el equipo negociador del pacto con EE. UU. Su arribo a Afganistán, el 17 de agosto, concretó el fin de la guerra y la victoria talibán. En su mensaje subrayó que éste es el momento de prueba para servir y proteger al pueblo afgano. Su tránsito de una prisión estadounidense en Guantánamo, Cuba, al palacio presidencial de Afganistán determina la importancia de un hábil negociador formado en las bases históricas del movimiento.
Khairullah Khairjhwa. Reaparece tras su confinación de cinco años en el campo de detención de Guantánamo y se le atribuye un papel clave en diseñar el plan para tomar Kabul.
Qatar es protagonista en el futuro Afganistán, pues por años apoyó económica y políticamente al Talibán, por lo que podría tener un rol relevante. En cuanto los talibanes llegaron a Kabul, el canciller qatarí Mohammed bin Abdulrahman Al Thani conversó con la delegación Talibán sobre protección de civiles, la reconciliación nacional y vías para una solución pacífica integral.
Esta actitud mediadora contrasta con la intransigencia del secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, quien anunció que su organización no descarta ataques a distancia contra grupos terroristas internacionales si intentan establecerse en Afganistán. Es una advertencia excesiva y redundante, y él lo sabe; pues el acuerdo con EE. UU. compromete al Talibán a nunca permitir que Afganistán sea plataforma para el terrorismo internacional.
EE. UU., incapaz
El presidente de EE. UU. admitió que el deterioro en Afganistán “fue más rápido” de lo que anticipó. Es indudable que Joseph Biden está en apuros, pues el actual escenario geopolítico imposibilita su pretensión de mantenerse como líder global, ya que sus tropas no pudieron prevalecer en uno de los países más pobres y atrasados del planeta.
Como Biden necesita éxitos con urgencia, el vocero del Departamento de Estado, Ned Price, pronosticó que Washington reconocería a un gobierno talibán si defiende derechos humanos y rechaza a grupos terroristas. A este paso, el demócrata intenta no volver a perder su frágil mayoría en el Congreso ni en las venideras elecciones intermedias, advierte la agencia DW. Al contrario de sus antecesores, que iniciaron guerras para ganar legitimidad o reelegirse, este presidente acabó una.
Al retirar sus tropas, Biden atrajo ataques de sus rivales políticos y geopolíticos, afirma el analista Hameed Hakimi. Esta opción es un desastre político para el demócrata, que fracasó en orquestar una salida ordenada y su decisión sacudirá “aún más su presidencia, plagada de crisis”, afirma Stephen Collinson.
El disgusto permea en EE. UU., según una encuesta de The Trafalgar Group, el 69 por ciento de los demócratas rechaza la salida de Afganistán, igual que el 89 por ciento de los republicanos. Estas cifras están muy lejos del apoyo masivo que logró George Walker Bush cuando, el siete de octubre de 2001, declaró: “los talibanes pagarán un precio” y confirmó el inicio de la ofensiva estadounidense en aquel país.
Saldo de un derroche imperial
Muertos. Más de 157 mil personas, incluidos 50 mil civiles. Cuatro mil de EE. UU. y mil 100 de la OTAN.
Refugiados. Más de 5.5 millones están en otros países.
Desplazados. 3.5 millones.
Costo económico. EE. UU. desembolsó dos mil millones de mdd en 18 años (eso supone 100 mil mdd anuales, casi 20 veces el presupuesto del gobierno afgano).
Se estima que a la reconstrucción de Afganistán se destinaron 145 mil mdd; de esa cifra, 83 mil mdd se asignaron a entrenamiento y equipamiento de las fuerzas armadas y la policía afganas.
Otros gastos militares. Desde 2001, la Casa Blanca sumó 837 mil mdd a este rubro.
Adiestramiento. EE. UU. gastó más de 80 mil mdd en instruir, armar y equipar al ejército nacional afgano.
Opio. Antes de la guerra se erradicó casi por completo el cultivo de amapola (en el Afganistán ocupado por Occidente se producía el 80 por ciento de heroína mundial).
En la idea de la frustración pesa el Acuerdo de Doha, firmado en Qatar el 29 de febrero de 2020 entre EE. UU. y los jefes talibanes, y que marcó uno de los giros geopolíticos más relevantes de la política estadounidense en Asia Central. Además de definir el retiro de las tropas desde el Pentágono y sus aliados en Afganistán, el plan sentó las bases para negociar la paz en el país.
La firma fue posible por el deseo del entonces presidente Donald Trump de retirar a su país del empantanamiento militar y político en el país centroasiático. Además ganaba adeptos la visión pragmática y el éxito diplomático del Talibán con los que dejaba atrás la noción de que su país era un Estado paria.
Para el exdirector y analista de la Rand Corporation, ese convenio es importante porque EE. UU. y el Talibán, luego de diez años de conversaciones, la mayoría secretas, fueron capaces de llegar a un acuerdo que dibuja el proceso de paz afgano. Por ello, los estadounidenses lo acogieron con alivio, según sondeo de la Fundación del Grupo Eurasia.
Eficacia talibán
En contraste con el frágil liderazgo estadounidense, los talibanes libraron una “ofensiva de terciopelo” y ofrecen una política de poder suave, que mitiga la incertidumbre y el temor de eventuales represalias. Así dialogan con el Consejo Interino de Transición, que forman el expresidente Hamid Karzai y el líder del Consejo Superior para la Reconciliación Nacional, Abdullah Abdullah.
Tras su contundente victoria, el mensaje Talibán fue de reconciliación y unidad. Declaró amnistía general para funcionarios del expresidente Ashraf Ghani; insinuó que las mujeres podrán trabajar fuera de casa y anunció el fin del narcotráfico. También pidió a la población volver a la vida cotidiana “con total confianza”. En un mensaje a sus fuerzas, el comandante Sayyid Mawlawi Muhammad Yaqoub advirtió que no se permitirá allanar casas, ni confiscar bienes del gobierno. Este llamado respondió de inmediato a denuncias de la prensa en torno a que había requisas en casas y registros en la vía pública.
Otro mensaje pacificador llegó el martes 17 en la primera conferencia del vocero del movimiento, Zabihullah Mujahid, quien pidió retornar a casa a las multitudes en el aeropuerto internacional. “Las familias que se han aglomerado en el aeropuerto no corren riesgo de ser heridas si regresan a casa. No vamos a perseguir a nadie”, insistió.
La estrategia Talibán tuvo éxito, pues corresponsales extranjeros reportaron la reapertura de comercios y el tránsito de personas por avenidas capitalinas a pesar de los puestos de control. Incluso la periodista Beheshta Arghand entrevistó a otro vocero talibán en el noticiero televisivo Tolo, reportaron CNN y Página12.
Es claro que los talibanes por sí solos no llenarán el vacío de poder dejado por la retirada occidental. Requieren alianzas y recursos. De ahí su pragmatismo, pues saben que el Afganistán al que aspiran controlar no es el mismo que dominaron hace 20 años.
Hoy, el país tiene infraestructura moderna que construyeron Alemania, Japón y Reino Unido, en tanto que China, India, Filipinas y Vietnam impulsan su avance tecnológico. Además se conecta con el mundo mediante decenas de emisoras de radio y televisión, una prensa impresa y un Internet en auge. Por ello, los talibanes saben que pagarían un alto costo si imponen un sistema de radicalismo conservador.
Obscena manipulación
“Los talibanes ganaron”, declaró desde su refugio el ya exmandatario afgano, Ashraf Ghani, tras huir y dejar a cargo un Consejo de Transición. Esa imagen rotunda fue publicada el 16 de agosto en las portadas de miles de medios corporativos, pero acompañada con los adjetivos “terror”, “caos” y “violencia”. Así que mientras los acontecimientos estimulan el interés analítico por la veloz evolución de los actores en la escena afgana, el capitalismo corporativo occidental hace lo que mejor sabe: distraer y distorsionar la realidad.
Con morbo y no disimulada satisfacción, los medios occidentales explotan la angustia de cientos de afganos que, en su intento por huir del país, se aferran al tren de aterrizaje, las alas y otras salientes de un C-17 de la Fuerza Aérea de EE. UU. que, al emprender el vuelo, los lanza al vacío y ocasiona la muerte de varios de ellos.
Ningún avezado periodista extranjero cuestiona cómo la multitud llegó al campo aéreo y alcanzó la aeronave, a pesar de que ahí están estacionadas seis mil tropas estadounidenses con la única misión de preservar la seguridad del aeropuerto y garantizar el abordaje de viajeros autorizados, extranjeros la mayoría.
Y otra pregunta es: ¿quién los incitó?
Hay otro cálculo psicológico detrás de la masiva difusión global de ese retrato de la zozobra de los tránsfugas: ocultar al mundo que la mayoría de los que quieren salir de Afganistán colaboraron por años con las fuerzas de ocupación extranjeras. El Departamento de Estado les escatima visas especiales para viajar a EE. UU. Ese sector de la población solo es útil para mostrarlo como “víctima del terror talibán” en campañas mediáticas.
Esta narrativa tuvo un golpe de efecto el 16 de agosto, cuando las portadas de los principales medios de comunicación internacionales coincidieron en publicar, con adjetivos de alarma, que los talibanes ya estaban en el palacio presidencial de Kabul.
Este discurso monocorde de The New York Times, The Washington Post, The Wall Street, La Folha de Sao Paulo, La Nación y otros cientos de medios corporativos encubría un mensaje: sugerir que los afganos estaban mejor cuando estaban peor; es decir, cuando estaban ocupados por 100 mil tropas estadounidenses.
Sin embargo, mientras el mundo comparaba las imágenes de los helicópteros Chinook desalojando a diplomáticos de la embajada estadounidense en Kabul, con la caótica huida de Saigón en 1975, la prensa ocultó que, en corto tiempo, los talibanes tomaron casi todas las 34 capitales provinciales con mínima resistencia del ejército. Tal asertividad Talibán evidenció que Occidente (EE. UU. y la OTAN) derrochó miles de mdd en simular una gobernabilidad con un ejército afgano inútil al que ellos entrenaron.
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Escrito por Nydia Egremy
Internacionalista mexicana y periodista especializada en investigaciones sobre seguridad nacional, inteligencia y conflictos armados.