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El modernismo, como movimiento filosófico y artístico, tiene muchas aristas. No es fácil ni siquiera delimitar a sus participantes. Los que se conocen bien, son sus orígenes como movimiento crítico del realismo y su tendencia a revolucionar y separarse de esta tendencia artística; pues se creía que el arte no debería aspirar a representar la realidad “de manera exacta” a como la vivimos, sino trascenderla. Como resultado lógico, hubo dos reacciones fundamentales ante este fenómeno; uno que lo apoyaba y otro que lo criticaba.
Quien lo apoyaba, argumentaba que era momento de que el arte se moviera de su sitio actual y que se necesitaba una revolución con la que el arte expresara más objetos que lo explícito en las representaciones de la vida cotidiana. Quien criticaba veía, en esta tendencia, un olvido de la forma tradicional de hacer arte. La enseñanza del arte antiguo y todas las técnicas hasta entonces aprendidas, se veían amenazadas, desde su punto de vista, por esta moderna forma de pensar. Resulta curioso que, por lo regular, unos y otros estaban de acuerdo en un punto: su postura contraria al arte comunista. ¿Cómo era posible esto?
Los propulsores del modernismo veían que la postura comunista, muchas veces, protegía y rescataba la tradición cultural; y en este sentido se identificaban como enemigos del cambio artístico, más cuando esto significaba abandonar toda influencia ideológica de las obras de arte para empezar a poner el acento en la subjetividad del creador.
Por otro lado, los críticos opinaban que la idea de revolucionar el arte y romper los esquemas eran fundamentalmente de inspiración comunista. En efecto, parecían pensar que eran ellos quienes querían darle una sobreinterpretación ideológica al arte cuando decían que debería crearse arte con más contenido proletario y odiar, por mandato de su revolución, todo el arte aristocrático o burgués para sepultar, de una vez por todas, este arte no popular y llevar su idea revolucionaria a niveles extremos y absurdos.
Es igualmente interesante advertir cómo estas opiniones de crítica hacia el comunismo en el arte han sobrevivido hasta ahora. En el desarrollo de su teoría del arte, su estética, los modernistas aluden al arte comunista como esclavizador y contrario a la libertad del creador. Opinan que esta expresión artística pretende unificar todas las tendencias ajustándolas siempre a los intereses de clase. Esto detiene la libertad del artista para exponer, en su arte, lo que le venga en gana. Sin embargo, la teoría que se hace en el sentido contrario, la crítica al modernismo, no es de apoyo a las ideas comunistas. Incluso surgieron voces reconocidas como la de Avelina Lesper, que ha declarado que “uniformar, igualar, es el comunismo del arte, es la obsesión de que no destaque lo realmente excepcional, es crear una masa informe en la que lo único destacado sea una ideología, no las personas”. Esto caracteriza al arte moderno como una tendencia a borrar todas las diferencias técnicas y a afirmar que el criterio del autor es el único que tiene capacidad para reconocer cuál es el arte de calidad.
De todo esto se deduce que la defensa del arte de inspiración comunista, así como su defensa, no es tan sencilla y exige, por un lado, un crítica especifica hacia el arte tradicional, sin olvidar el aporte de ese mismo arte, recuperándolo hasta donde sea posible; y, por otro, una propuesta clara que sea la expresión de la revolución artística sin caer en el anarquismo de la subjetividad proveniente de la interpretación autorial.
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Escrito por Alan Luna
Maestro en Filosofía por la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM).