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En Tesalia se consagró un bosque a Deméter, diosa de la agricultura. En el centro del bosque se encontraba un árbol grande y frondoso y las ninfas danzaban a su sombra. Erisictón, rey de la ciudad, ordenó a sus siervos derribar el árbol, pues necesitaba madera para construir su palacio. Disfrazada como sacerdotisa, Deméter pidió al rey que cejara de esa empresa; los siervos entonces se atemorizaron y quisieron evitar el sacrilegio, pero Erisictón despreció a la diosa, mató con el hacha a uno de sus servidores y él mismo destrozó el árbol a pesar de que a éste le brotaba sangre y anunciaba su castigo.
Pronto Deméter envió al Hambre, que se apoderó de Erisictón a través de su aliento; entonces fue dominado por un hambre incontenible, que en la medida que comía, ésta se incrementaba. El rey devoró todas sus provisiones y rebaños, pero no le bastaron, pues sus entrañas no se satisfacían y moría poco a poco. Después de consumir lo que podría haber abastecido a una ciudad y de mendigar para comer, desgarró su propia carne para satisfacerse. “El infeliz alimentaba su cuerpo disminuyéndolo”, cuenta Ovidio. Ningún alimento saciaba a Erisictón. Anselm Jappe dice que se trata de un hambre abstracta y que por eso nada natural podría colmarla. Esta necesidad lo obligó a engullir todo lo que estaba a su paso, privando de alimento a otras personas que necesitaban comer.
El mito de Erisictón es una alegoría elaborada para denunciar el funcionamiento de las sociedades humanas, entre ellas la actual. La sed de dinero no se colma porque éste no se creó para satisfacer una necesidad precisa, sino como un medio para diversos fines: sirve para comprar alimentos o maquillaje, puede ahorrarse o despilfarrarse. El dinero o la acumulación de valor no termina cuando el humano sacia sus necesidades elementales, sino que se incrementa: el dinero “puesto a trabajar” produce dinero. Así es como los magnates forman sus fortunas.
La necesidad de riqueza es irracional. El burgués, «en medio del banquete, quiere otro banquete». Vemos entonces a un hombre que puede pagar asesores que le dicen cómo incrementar su fortuna y, al mismo tiempo que se da una gran vida, hace inversiones en muchas empresas dedicadas a las más diversas ramas de la producción; puede viajar en avión privado por los países que desee y detenerse a comer en algún restaurante de un renombrado chef; puede pagar firmas de moda y tener su propio sastre; acumular automóviles de alto costo y muchas marcas; pasa sus vacaciones en lujosas residencias y dispone de un yate privado. Para todos es claro que la mayoría de la gente no puede vivir así, porque gran parte de las personas apenas tiene para sobrevivir.
Y, ya lo sabemos: toda la riqueza se ha acumulado en algunas familias que se benefician con el trabajo de los estratos más humildes de la sociedad. En el capitalismo, el rico se apropia de las ganancias y le paga al pobre solo una pequeña parte de lo que produce. Nuestra realidad se refleja en el mito de Erisictón: en tanto que el hombre devasta la naturaleza para ser más poderoso y no establece con ésta relaciones que vayan más allá del dinero, se ultraja, renuncia a los principios morales y la abundancia lo marchita, lo destruye.
En este sistema, como advirtieron los sabios, es necesario salvar al pobre de su pobreza y al rico de su riqueza.
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Escrito por Betzy Bravo García
Investigadora del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales. Ganadora del Segundo Certamen Internacional de Ensayo Filosófico. Investiga la ontología marxista, la política educativa actual y el marxismo en el México contemporáneo.