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¡Aquí es Rodas, salta!
En el terreno político esta fábula adquiere resonancia imperante. Sobre todo en los gobiernos que incorporan (o dicen incorporar) en su agenda un programa de ruptura con las maneras tradicionales de hacer política.
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Cuenta Esopo que un deportista, un tanto fanfarrón, partió a tierras lejanas a concursar en algunas pruebas físicas de velocidad, fuerza y salto de longitud. Al regresar a su tierra natal, nuestro “héroe” congregó a sus paisanos en la plaza pública y presumió sus grandes hazañas. Contó que había triunfado como atleta en los lugares donde había estado y que había derrotado a cuanto contrincante se cruzó en su camino. Narró también, con especial énfasis, que en la isla de Rodas había dado un salto tan largo que nunca antes en ningún otro sitio, ningún hombre había logrado. Y agregó que si algún día algún nativo de Rodas viniera a su tierra, podría dar fe de aquella hazaña deportiva. A esto, un incrédulo del público lo imprecó: “imagina que estamos en Rodas, salta. No necesitamos testigos, demuéstralo.”

En el terreno político esta fábula adquiere resonancia imperante. Sobre todo en los gobiernos que incorporan (o dicen incorporar) en su agenda un programa de ruptura con las maneras tradicionales de hacer política. Porque desde la oposición es relativamente sencillo criticar las medidas oficialistas implementadas para ejercer la gobernabilidad. Pero cuando asciende políticamente un partido o un movimiento que representa (o dice representar) los intereses de un sector social marginado, todos los paradigmas de la gobernanza tienen que adecuarse para favorecer a esos grupos antes proscritos.

De este modo no basta con vociferar, alardear, alzar la voz, ridiculizar mediante el uso de la retórica, enfurecerse o insistir en los ánimos de transformación. Hay que hacer, negociar y transgredir si es necesario.

El gobierno de Morena y de Andrés Manuel López Obrador ha intentado desmarcarse forzosamente de toda la herencia de los gobiernos anteriores. Han intentado distanciarse como organización política y como partido en el gobierno de una forma tan agresiva que uno puede pensar que esa reafirmación de divergencia con el pasado esconde un sentimiento de culpa por las visibles similitudes. De hecho, es tanta su necesidad de diferenciarse de la tradición priista y panista, que el Presidente ha bautizado a su sexenio con la escatológica nomenclatura de  “Cuarta Transformación.”

En la cronología particular de nuestro Presidente, en México ha habido tres transformaciones: la Independencia, la Reforma liberal de Benito Juárez y la Revolución. Dejando de lado los evidentes anacronismos y las imprecisiones históricas, para él Morena será un hito histórico con capacidad para dar un nuevo giro de tuerca y cambiar el rumbo del país.

El espíritu de la nueva época inaugurada el 1º de julio de 2019 tiene como mantra el combate a la corrupción y la regeneración de la vida política. Andrés Manuel ha repetido miles y miles de veces, pero desde su génesis como gobernante la incorporación a su gabinete de despojos de políticos corruptos probados y confesos nos ha puesto a dudar sobre su efectividad en el terreno de los hechos.

Las revoluciones buscan no solo cambiar condiciones materiales de los individuos, sino además transformar a los individuos para la nueva sociedad emergente. Sin embargo, estos procesos no pueden hacer tabula rasa del pasado, puesto que ahí está la simiente de la que germina la urdimbre social pues, como apuntó Marx, “la tradición de todas las tradiciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos.” Pero cuando los cambios son insustanciales, cuando no hay un núcleo o un motivo real, cuando hay más apariencia que esencia, los heraldos de estos cambios a medias toman prestados usualmente los motivos, los ropajes de los hombres del pasado y de las revoluciones anteriores para “con este disfraz de vejez venerable y este lenguaje prestado, representar la nueva escena de la historia universal.”

            Sin un ánimo de ruptura, las revoluciones son una ilusión, una escena de teatro, una tragicomedia o una farsa. Y, como en el teatro mal actuado, se tiende a sobreinterpretar el papel que se está jugando. En un tono melodramático o con una épica fuera de lugar, el énfasis recae en el personaje y uno se olvida de la puesta en escena.

Y en esta “nueva época” vemos más discursos que acciones, más continuidades que rupturas, más interpretación que transgresión, más alharaca que cambio y, desgraciadamente, más símbolos que realidades. Ya se ha decretado el fin del neoliberalismo, se ha exigido un perdón a España por la conquista, se ha implementado la austeridad republicana, pero no se han tomado medidas serias para disminuir la brecha social o para elevar la capacidad adquisitiva de la clase trabajadora.

Y en este contexto la abolición del neoliberalismo como política económica tiene una repercusión nula. Es como si el día de mañana algún incauto bienintencionado y agraviado por las inclemencias del tiempo, escalara a la cima de alguna colina y gritara a los cuatro vientos: ¡Decreto, a partir de hoy, la abolición del invierno!


Escrito por Aquiles Celis

Maestro en Historia por la UNAM. Especialista en movimientos estudiantiles y populares y en la historia del comunismo en el México contemporáneo.


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