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El gobernante totonaco de Cempoala, Xicomecóatl, llamado por Bernal Díaz del Castillo “El rey gordo”, sin duda al igual que su pueblo, habrá experimentado un terror inmenso y a la vez una enorme curiosidad hacia los hombres barbados que venían del otro lado del mar, y que desembarcaron de lo que parecían “grandes casas” flotando en el Golfo de México. Habían pasado 27 años del arribo de Colón a tierras americanas y de aquel desigual encuentro de culturas ─del que recibimos el gentilicio de “indios”─ porque los intrusos creyeron erróneamente que habían llegado a las indias orientales.
Hernán Cortes se presentó con no más de 400 hombres en tierras dominadas por el Imperio Azteca, cuya osadía fue proporcional a su ambición por hacer fortuna de forma rápida a costa de las culturas con menor desarrollo. Ellos traían consigo armas de fuego, mejor tecnología, muchas enfermedades y promesas de liberación del yugo mexica. Todo esto jugó un papel determinante en favor de los españoles. La enorme división de los pueblos, su falsa creencia de que los intrusos eran dioses y el fanatismo a lo desconocido hicieron la otra parte. Después sobrevino la devastación y el genocidio; de 16 millones, la población originaria descendió a dos millones, prácticamente a su extinción. Atrás quedó la grandeza de su pasado, y en el futuro los dueños originarios de estas tierras se convirtieron en esclavos. Otros, embriagados y vagabundos, se vieron obligados a refugiarse en los lugares de difícil acceso y más recónditos del país para supervivir y preservar sus culturas.
En sierras y selvas, los grupos originarios de estas tierras quedaron como vestigio de una civilización vencida y humillada. Escondidos, vieron pasar los últimos 300 años del feudalismo mexicano, esperando ser olvidados. Luego resistieron al asedio del Porfiriato que les arrebató las últimas grandes extensiones de su territorio. En la época moderna quedaron excluidos del sistema capitalista, reducidos a conformar el folklor nacional. Han sufrido miseria, marginación y una enorme discriminación, porque en el mundo castellanizado son ciudadanos de poca importancia.
Datos actualizados del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) revelan que 60 por ciento de las lenguas indígenas están a punto de desaparecer; el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval) informa que la mayoría de los grupos indígenas padecen pobreza extrema; que 52.9 por ciento de su población de 65 años o más es analfabeta y que el rezago educativo en sus comunidades alcanza 82.4 por ciento.
La infraestructura y los servicios urbanos más elementales, por increíble que parezca, no llegan; los pueblos se hallan incomunicados, y la única forma de acceder a ellos es caminando por sinuosas veredas. Viven hacinados en casuchas de palma y madera, sin acceso a escuelas y servicios de salud. Las enfermedades y la violencia derivada de la pobreza hacen presa fácil de sus habitantes. Sus comunidades son reservorios de mano de obra barata, utilizada igualmente por los caciques y el gran capital, pues ambos persiguen lo mismo: incrementar sus ganancias.
Grandes intelectuales mexicanos como José Vasconcelos y Diego Rivera, los reivindicaron como símbolo de la mexicanidad, y en el pasado reciente los últimos gobiernos priistas firmaron los Acuerdos de San Andrés, donde se reconocen las culturas y los derechos indígenas, entre éstos su derecho a la autonomía, además del compromiso de atender sus demandas de justicia e igualdad. Pero esto solo existe en el papel, porque en la realidad cotidiana nada ha cambiado. La actual intelectualidad “proindigenista” funge como defensa vergonzosa y oportunista de los indígenas, tergiversando su vida, romantizándola y llevando las cosas al extremo al usarlos como carne de cañón de sus intereses políticos. Han hecho shows con rituales a la “madre tierra” y la entrega de “bastón de mando”, que lejos de ayudar a los indígenas solamente los ridiculizan. Esta intelectualidad exhibe así su ignorancia sobre los procesos sociales. Ni qué decir del gobierno actual, que en el discurso dice defender a los pueblos indígenas y en los hechos, entre otras afrentas, redujo en 40 por ciento el presupuesto federal destinado a su atención.
Ni por casualidad se observa que haya una política de desarrollo que comience con ellos y se extienda a los demás mexicanos. No hay grandes obras, carreteras, presas y proyectos productivos de gran envergadura que pudieran impulsar el crecimiento económico en las regiones donde viven. No hay nada para los pobres, mucho menos para los pobres indígenas. Nuestros pueblos están divididos por la religión y por los partidos políticos. Pero después de 500 años ya deberíamos aprender la lección, porque solo unidos podremos reconstruir la grandeza perdida de nuestra patria.
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Escrito por Capitán Nemo
COLUMNISTA