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Los fusiles es considerada una de las tres grandes películas del cinema novo en su primera etapa, que culminó con la imposición de la dictadura militar en 1963 (las otras dos fueron Vidas Secas, de Nelson Pereira y Dios y el diablo en la tierra del Sol, de Glauber Rocha). Los fusiles, al igual que otras cintas de ese periodo, tuvo la oportunidad de ser filmada sin censuras, toda vez que el gigante del Cono Sur aún no tenía gobierno dictatorial. Es en esta obra donde Guerra nos muestra la realidad del Nordeste de Brasil, su región más árida y pobre, pues en ella los campesinos sufren hambre, desamparo total, explotación voraz y manipulación religiosa.
La historia que narra Guerra se desarrolla en un poblado de Bahía, en el que está destacado un pelotón del ejército, cuya misión es cuidar que la producción agrícola esté resguardada en almacenes para que después sea trasladada a otras partes de Brasil. Pero ese resguardo se realiza en medio del desempleo, la miseria y el hambre de la población autóctona. El control sobre la población ignorante y supersticiosa se ejerce además mediante la predicación de un santón, Antonio Conselheiro, quien incita a los pobladores a resignarse frente a la situación opresiva que vive cotidianamente.
Gaucho es chofer de uno de los camiones que trasladan los alimentos fuera de aquel pueblo, pero él no es un alienado de la religión, aunque tampoco es activista político, y cuando se da cuenta de que un campesino llega a una tienda a pedir crédito para comprar una caja y enterrar a su hijo de cuatro años que murió de hambre, enfurece e incita a los campesinos a que impidan el embarque de los alimentos que los camiones trasladarán a las regiones donde serán comercializados; este hecho lo induce a robarle el fusil a uno de los soldados y a enfrentar al pelotón militar, que finalmente lo persigue y acribilla.
Las imágenes de Los fusiles son el emblema, el estigma, de lo que fue el poder oligárquico y militar en la mayor parte de América Latina y, específicamente, de una región del globo terráqueo que hoy, como en la segunda mitad del siglo pasado, vive las consecuencias de un modelo económico profundamente expoliador, injusto e impuesto por el imperialismo estadounidense en alianza con las burguesías criollas, principales causantes de la miseria de cientos de millones de seres humanos que padecen hambre, ignorancia, insalubridad, desempleo, violencia e inseguridad.
De 2004 a 2014, Brasil redujo más o menos en 30 millones el número de su población más pobre, según datos de algunas instituciones internacionales. Fueron los años del gobierno de Luiz Inacio Lula Da Silva. Hoy el expresidente está en la cárcel acusado de corrupción (similares procesos siguen exgobernantes de Argentina, Ecuador y de varios países en los que hubo presidentes que trataron de instrumentar políticas antineoliberales). Las mismas fuentes, afirman que desde que fue defenestrada Dilma Russef y asumieron el poder los esbirros del imperialismo yanqui, la pobreza en Brasil comenzó a crecer de tal forma que en estos años cerca de tres millones de personas volvieron al estatus de pobreza extrema (miseria y hambre).
Pero nadie debe dudar que el error gravísimo de la “izquierda” latinoamericana es concebir que pueden cambiar las naciones de América Latina simplemente “administrando” el poder sin apoyarse verdaderamente en el pueblo; sin educar a ese pueblo para que defienda sus logros y para que defienda el régimen que históricamente le conviene. Frei Betto, el activista partidario de la “Teología de la liberación”, acaba de declarar –a propósito del posible triunfo de Bolsonaro, el ultraderechista nostálgico de la dictadura militar– que la tragedia del pueblo es que no ha sido educado ideológicamente, por lo que seguirá siendo víctima de la manipulación mental y política. ¿Qué deben hacer los partidos y organizaciones revolucionarias del pueblo?
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Escrito por Cousteau
COLUMNISTA