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Un conocido juicio leninista puntualiza con toda precisión la tesis marxista de que la producción de la vida material de la sociedad, la llamada estructura, determina a todos los fenómenos de la superestructura, entre ellos, la cultura. “Solo en última instancia”, insiste el padre de la Revolución de Octubre.
El propio Engels expone con toda nitidez, hacia el ocaso de su vida, ese principio en una carta de 1890: “Según la concepción materialista de la historia, el factor que en última instancia determina la historia es la producción y la reproducción de la vida real. Ni Marx ni yo hemos afirmado nunca más que esto. Si alguien lo tergiversa diciendo que el factor económico es el único determinante, convertirá aquella tesis en una frase vacua, abstracta, absurda. La situación económica es la base, pero los diversos factores de la superestructura que sobre ella se levanta (…) ejercen también su influencia sobre el curso de las luchas históricas y determinan, predominantemente en muchos casos, su forma. Es un juego mutuo de acciones y reacciones entre todos estos factores”.
Las canciones cuyos textos son una apología abierta de la violencia o de la sexualidad son, en realidad, el resultado de un fenómeno que sucede en la estructura de la sociedad –por volver a la terminología marxista clásica–; en ese sentido, las condenas morales me parecen innecesarias.
El papel de los revolucionarios frente a la supuesta inevitabilidad de ciertos fenómenos quedó expuesto con toda precisión por el genio de Plejánov hace ya más de cien años, cuando en El papel del individuo en la historia fulminó para siempre la tesis de que no era necesario luchar en los terrenos de la superestructura, puesto que tarde o temprano serían barridos por la estructura de una sociedad post-capitalista.
Hasta aquí, creo que todos estamos de acuerdo. Pero justo aquí, cuando terminan las fórmulas generales, aparece el problema de bajo qué formas particulares debe presentarse nuestra crítica a tales expresiones. Y en ese dificilísimo tema la condena moral es innecesaria e infructuosa.
Hace unos días se anunció que los llamados corridos tumbados quedarían prohibidos en las primarias de México; medida acertada al constituir un mecanismo que, en terreno de la superestructura, mitiga los alcances y la velocidad a la que ese tipo de música se reproduce y se transmite. Pero es seguro que tal medida no impedirá en absoluto su proliferación, como de hecho ha sucedido con la política más o menos firme de prohibir la transmisión de narcocorridos en un medio todavía tan poderoso como la radio.
La crítica de esas expresiones debe comenzar por reconocer que tales tipos de música tienen no solo derecho a existir, sino que, necesariamente, existirán en una sociedad infectada hasta la médula por esos problemas de violencia. Un trabajo persistente de educación de la apreciación artística y una labor que fomente el enriquecimiento de los horizontes culturales de la gente vale muchísimo más que decretar, con cierto aire de pretensión, que los corridos tumbados son música vulgar y despreciable.
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Escrito por Aquiles Lázaro
Licenciado en Composición Musical por la UNAM. Estudiante de la maestría en composición musical en la Universidad de Música de Viena, Australia.