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Oliver Stone comienza su documental La historia silenciada de Estados Unidos expresando: “Fui un niño educado en que éramos la nación que tenía un destino manifiesto, éramos los buenos del mundo” y añade: “participé en la guerra de Vietnam, pero la historia que les contaban a mis hijos en la escuela era una historia diferente, ya no se narraba la historia con la verdad… Napoleón Bonaparte dijo en alguna ocasión que la historia es un montón de mentiras acordadas por los que participan en la guerra; pero yo no estoy de acuerdo con esa visión; la historia tiene patrones objetivos que debemos buscar. Por eso con este documental he querido contar la historia de Estados Unidos (EE. UU.) como nunca se ha contado; vamos a presentar a una serie de héroes olvidados, gentes que sufrieron por sus convicciones y que la historia oficial ha descartado porque ellos no se conformaron. Pero también desenmascararemos a los que han mentido o han orientado a EE. UU. hacia profundos errores, por lo que trataré de mostrar el verdadero significado de EE. UU., cuyo significado cambió radicalmente después de la Segunda Guerra Mundial”.
En una región remota del sur de EE. UU. –narra Stone en su documental– durante la Segunda Guerra Mundial, el científico estadounidense Julius Robert Oppenheimer, físico de origen judío, ante la amenaza de que los científicos al servicio de la Alemania nazi fabricasen antes que nadie la primera bomba atómica, trabajó incansablemente hasta lograr la construcción del terrible artefacto. Oppenheimer dirigió el Proyecto Manhattan, cuyo desarrollo estuvo en manos de la cúpula militar de EE. UU. Cuando en 1944 logró fabricar en Nuevo México esa temible arma de destrucción advirtió, recordando los versos del poema hindú Bhagavad Gita: “Me he convertido en la muerte, en el destructor de mundos”.
La versión de la historia oficial de EE. UU. indica que su gobierno lanzó las bombas atómicas sobre Japón casi al final de la guerra, para salvar las vidas de cientos de miles de soldados estadounidenses que combatían en el Pacífico, “pero la historia –aclara el narrador– es más complicada”. Para muchos estadounidenses, la Segunda Guerra Mundial fue una guerra “buena” donde EE. UU. y sus aliados combatieron y destruyeron al nazismo alemán, al fascismo italiano y al militarismo japonés; pero otras personas la recuerdan como la guerra más sangrienta de la historia de la humanidad, en la que murieron más de 65 millones de seres humanos (27 millones de soviéticos, entre 10 y 20 millones de chinos, seis millones de judíos, seis millones de alemanes, tres millones de polacos, 2.5 millones de japoneses, 1.5 millones de yugoeslavos; Francia, Gran Bretaña, Hungría, Italia y EE. UU. obtuvieron cifras oscilantes entre 250 mil y medio millón de muertos). A diferencia de la Primera Guerra Mundial, la Segunda Guerra Mundial comenzó lenta y progresivamente. La primera acción bélica notable tuvo lugar cuando Japón –que se industrializaba a marchas forzadas– invadió en 1931 Manchuria, la parte norte de China. En ese entonces, Adolfo Hitler encabezaba al gobierno nazi que buscaba vengar lo sufrido por Alemania durante la Primera Guerra Mundial; este país había construido una gran máquina de guerra. En 1934, Benito Mussolini dirigió al ejército fascista de Italia para invadir Etiopia. Pero ante estos hechos EE. UU., Gran Bretaña y Francia protestaron débilmente. Esto permitió a Hitler declarar: “Los aliados no tienen agallas para ir a la guerra”. La primera acción germana ocurrió en 1936, cuando sus tropas ocuparon la Renania y 48 horas después Hitler difundió: “Los momentos de esta invasión, han sido los que más me han destrozado los nervios en toda mi vida, ha sido la operación más arriesgada de mi existencia”.
El documental de Stone presenta imágenes de la devastación humana provocada por la Guerra Civil Española, que comenzó en julio de 1936, causó más de medio millón de muertos –150 mil en ejecuciones sumarias contra civiles– y el abandono por parte de los aliados a su suerte de los republicanos, expuestos a la Iglesia Católica y todas las fuerzas enemigas del comunismo. Poco después de concluida esta guerra con el triunfo de los fascistas, el entonces presidente de EE. UU., Franklin D. Roosevelt, reconocería que “fue un gran error no apoyar a los republicanos que todos pagaríamos”. Roosevelt había prohibido mandar armas a los republicanos, mientras las grandes corporaciones capitalistas gringas –Ford, General Motors, etc.– apoyaron a Francisco Franco.
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Escrito por Cousteau
COLUMNISTA