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En la literatura en lengua española hay un antes y un después de El Ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha; de eso no hay duda. Todas las generaciones, escuelas y tendencias posteriores volverán a él, como los girasoles seducidos por la luz. Desde entonces, cada generación ha leído la obra con ojos propios, interpretando los detalles que más le hablen de su realidad. De un siglo a otro, las reacciones pasarán de la risa al llanto, pues todas las emociones humanas caben en la inmortal creación cervantina. El romanticismo mexicano, hijo del Siglo XIX y marcado por los valores de heroicidad, valentía, idealización de la belleza, el rescate de la estética popular y la defensa de las identidades nacionales, no pudo resistirse al embrujo quijotesco.
En esta ocasión transcribimos fragmentos del Romance de Don Quijote de la Mancha (El último capítulo), obra del poeta yucateco José Peón Contreras (1843-1907); la obra, compuesta en el popular metro octosílabo, es una reseña genial, síntesis completa del universo quijotesco, cumple la misión de despertar el apetito por la obra y la función poética de recoger la esencia y expresarla breve y bellamente, en lenguaje diáfano, sin ornamento ni artificio, convirtiendo los versos peoncontrerianos en un cristal a través del que asistimos a un desenlace inesperado: el inmortal Miguel de Cervantes sueña con Alonso Quijano, que sueña a Don Quijote, que sueña que vuelve a cabalgar hacia nuevas aventuras (*).
Todos los rasgos románticos pueden apreciarse en este poema: la muerte que acecha al héroe vencido y enfermo; la añoranza de pasadas aventuras caballerescas; la idealización de valores y sentimientos: defensa de los desvalidos, honor, nobleza, valentía, lealtad, amor… y el fantasma del autor, que atraviesa los siglos para decirnos que el gran ideal no está muerto mientras haya un soñador dispuesto a empuñar la adarga para desfacer entuertos en este mundo lleno de injusticias.
Don Quijote está en su alcoba,
solo, triste, mudo, enfermo,
repasando en el gran libro
de sus íntimos recuerdos.
Como procesión fantástica
ve cruzar por su cerebro
(aquel cerebro de loco
que pasó, a veces de cuerdo),
sus extrañas aventuras:
riñas, rotas, choques, duelos,
artificios, brujerías
y suertes de encantamientos;
y ya claros y distintos,
ya confusos y revueltos,
los indescriptibles lances
y nunca vistos sucesos
de tal brío y tal empuje,
que no tuvieron ejemplo
de andante Caballería
en los libros estupendos.
Imagínase que sale
de su morada, en silencio,
al amanecer y a punto
de borrarse los luceros.
Armado de todas armas
se vuelve a ver, satisfecho,
encima de Rocinante,
orgulloso, altivo, tieso;
la lanza firme en la cuja,
en el talabarte el hierro,
en busca de aquel castillo
donde se armó caballero.
Se acordó de vencedores
y vencidos, todos ellos
príncipes, duques y condes
disfrazados de pecheros,
que se le ponen al paso,
que le salen al encuentro,
cuando pretende librarlos
de hechizos y sortilegios.
Se acordó de aquella noche
que, segunda vez saliendo
de su corral, sin ser visto,
con Sancho Panza, el más bueno
y más noble, y más valiente
de todos los escuderos,
por los campos de Montiel
iba sin rumbo y sin miedo,
en busca de altas hazañas,
que jamás lugar tuvieron,
con forzudos paladines
o con falsos cuadrilleros,
o gigantes, que un conjuro
tornó en molinos de viento,
que a no ser así no habría
rodado al polvo, maltrecho.
Y se acordó de sus libros
que Freitón el hechicero
robó de su biblioteca
para arrojarlos al fuego,
maldiciéndole mil veces
por tan bárbaro proceso,
por ultraje tan villano,
por desacato tan necio,
pues él no se imaginaba
que, de tanto releerlos,
hubo de perder el juicio
y envenenarse los sesos.
Se acordó de una mañana
cuando a la orilla del Ebro
contempló con alborozo
las ondas y el firmamento:
el río azul y tranquilo,
el cielo azul y sereno,
como el agua que corría
de la alta bóveda espejo.
Y se acordó de la nave
encantada, en donde ciego
lanzóse al mayor peligro
que han visto y verán los tiempos.
Se acordó de cuando un día
con Sancho y valor sin duelo,
a Ginés de Pasamonte
salvó y a sus compañeros.
Aquel Ginés que en cadenas
veía el futuro negro,
más que la misma negrura
que ennegrecía su pecho.
Aquel Ginés tan menguado
que tan mal pagó al Manchego,
robándole la ropilla
y dejando a Sancho en cueros.
Y acordóse de otras muchas
aventuras y del bello
ideal de sus amores,
talismán de sus ensueños:
Dulcinea del Toboso,
noble princesa del reino
de su corazón, señora
de sus altos pensamientos,
a quien evocaba siempre
que se encontraba en aprietos
y al embestir furibundo
en formidables encuentros;
aquélla por quien daría,
sin vacilar un momento,
toda su sangre hervorosa
que cien veces tiñó el suelo.
La sin par noble doncella,
la encantada, su embeleso,
luna, estrella, sol y diosa
de sus delirios poéticos.
Imagen de una belleza
única, por su misterio,
el símbolo del amor
noble, casto, ardiente, inmenso;
amor que tiene por culto
un altar y un himno eternos;
un altar: la tierra toda;
un himno: ¡el del Universo!
Todo esto cruza en la mente
del andante caballero,
que está encerrado en su alcoba,
solo, triste, mudo, enfermo.
agobiado por dolencias
que dan fin a su denuedo,
ha seis días que el hidalgo
yace cautivo en el lecho.
Sabe que no tiene cura
oyó que lo dijo el médico,
y quiso quedarse solo
para reposar durmiendo.
Durmióse. Duró seis horas
del loco el último sueño,
pues que al dormirse Quijote,
despertó Quijano el Bueno.
Hizo que llamase el ama
a la sobrina, al barbero,
a Sansón Carrasco, a Sancho,
al señor cura. Así mesmo
ordenó que le trajeran
al escribano del pueblo;
y después de confesarse
y de hacer su testamento,
mientras en torno le lloran
con profundo desconsuelo,
sosegadamente diole
su espíritu al Ser Supremo.
Y cuenta una antigua crónica
en un pergamino viejo,
que todos los que asistían,
velando a Quijano, el Bueno,
al ser mediada la noche
y muy profundo el silencio,
de repente, cuando el cura
iba a proseguir sus rezos,
miraron en un rincón,
con más asombro que miedo,
aparecer en la sombra
la imagen de un caballero:
ni alto, ni bajo, ojos vivos,
el noble rostro aguileño,
gran bigote, boca breve,
más bien blanco que moreno,
barba de plata que fuera
oro virgen en un tiempo,
gran gorguera, traje obscuro
y continente sereno.
Estaba inmóvil, la mano
descansando en el acero,
y con la mirada fija
en el rostro del Manchego.
Después, pálido, tranquilo,
por unos breves momentos
midió a lo largo el cadáver,
dulcemente sonriendo;
y diz que Sansón Carrasco
y Sancho Panza le oyeron
pronunciar, en voz muy tenue,
solo esta frase: “No ha muerto”.
Y que se borró en seguida,
deshaciéndose en espectro
en la sombra de la noche
o en las sombras del misterio.
¡Era Miguel de Cervantes,
el más poderoso ingenio
que vieron siglos pasados
y han de ver los venideros!
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Escrito por Tania Zapata Ortega
Licenciada en Letras por BUAP.