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Dionisio fue originalmente una divinidad griega de la fertilidad, “elemento de todo lo húmedo”, según Plutarco. Su difusión, según Robert Graves, tuvo que ver con la propagación del cultivo de la vid de las costas del Mar Negro en el Cercano Oriente y el norte de África, de donde llegó a los griegos mediante Creta. Celebrar a Dionisio era encomiar la abundancia de la tierra. Dionisio era la renovación de la tierra con su gesto de bienaventuranza. Tucídides cuenta que en las antesterias –festivales celebrados en honor de Dionisio– toda la comunidad se volcaba en celebraciones multitudinarias de las que nadie podría exentarse y que la embriaguez no era la única forma de participar –aunque sí la imprescindible– porque también se hacía con la danza y el canto.
Estos primeros rituales cursaron de lo religioso a lo mundano en forma sutil. Lo mismo pasó con el papel del espectador. La experiencia comunitaria compartida tenía una fuerza abrumadora. Pero cantar las hazañas del héroe demandaba una distinción en la representación. Sabemos que las primeras ofrendas a Dionisio eran colectivas e itinerantes, es decir, no exigían un sitio específico para su ejecución. Las representaciones se hacían en el ágora, el lugar público por excelencia y, dentro de éste, en la orchestra, lugar destinado al baile, donde todos los festejantes estaban a la misma altura. Durante las danzas y cantos festivos, cualquier separación de los ciudadanos era rechazada, en tanto que la comunidad entera recibía los beneficios de la primavera solicitados en los rituales.
El “hermoso canto para Dionisio” se llamó ditirambo. Canto ritual popular que pronto se formalizó y dejó una herencia indiscutible: los coros y las coreografías (en griego khoreia: danza, baile). Era un acto religioso y, por lo tanto, no de este mundo; de allí el atavismo, el disfraz y la caracterización. Representar es celebrar… en comunidad. Todos debían ser partícipes. En Egipto ya existía esta triple expresión: canto, danza y poema, pero el desarrollo se detuvo por lo ortodoxia sacerdotal; Grecia no rompió lo litúrgico, pero le dio apertura y flexibilidad para cantar también a los héroes; pasó de los temas divinos a los humanos. En los primeros, había sumisión hacia lo eterno, temor y se buscaba piedad; en las alabanzas a los héroes, en cambio, se representaba el conflicto existencial del hombre: sus penas, sus dolores, sus sentimientos y, con éstos, sus reflexiones. Esta nueva identidad dio carta de nacimiento al drama, donde el héroe es diferente pero sigue representando a la “comunidad” en virtud de que su vínculo con lo social es el mismo y resume la existencia humana. En el ritual lo que reproduce a la comunidad es el actor, quien se diferencia del coro, del que nacerá el espectador del drama. Éste requiere de otro edificio, el theatron, que en griego define un “lugar para mirar”. Hoy pensamos que esos sitios fueron hechos a partir de las colinas típicas en Grecia. En la ladera de la Acrópolis, por ejemplo, los restos de uno de esos auditorios del siglo IV a. C. ¡tenía capacidad para 15 mil personas!
El teatro comunitario griego se relaciona estrechamente con el modo de producción de aquella sociedad, en la que la propiedad privada no estaba aún acentuada. Si bien el habitante de la polis tenía “identidad individual”, todo individuo se sentía parte de un todo, de su ser colectivo. En nuestros días, el perfil del hombre moderno apunta en dirección opuesta: su relación con la sociedad es abiertamente hostil, pues el capitalismo ha logrado la doble hazaña de aprovechar la sociedad como un gran engranaje para al mismo tiempo perfilar al hombre como un ente aislado. Eso crea condiciones para que la depresión sea la patología dominante en nuestros días. Por eso su arte no es masivo. Tres de cada cuatro mexicanos nunca han ido al teatro en su vida y el que lo hace asiste solo una vez cada año. El teatro no es hoy un acto comunitario, sino su contrario: un acto elitista.
De ahí que el Movimiento Antorchista haya asumido la tarea de organizar encuentros nacionales de teatro que contribuyan a romper con la lamentable ausencia de oferta de representaciones dramáticas en las comunidades sociales pobres y marginales de México. Esta misión se realiza con dos objetivos: El primero, difundir masivamente este arte en todos los estados del país mediante su enseñanza y representación en escuelas y casas del estudiante antorchistas; y, en segundo lugar, que las obras puestas en escena ante el pueblo trabajador sean de todas las épocas, culturas y modalidades dramáticas sin caer en lo panfletario o en la broma fácil. Por eso en los tres días del XIX Encuentro Nacional de Teatro en San Luis Potosí se incluyeron evocaciones de los orígenes del teatro.
Hoy, el arte dramático ha perdido su carácter religioso, pero el buen teatro moderno aspira a conmover a las multitudes con la misma intensidad y vehemencia con que lo hizo hace más de dos mil años el teatro dedicado a Dionisio.
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Escrito por Marco Antonio Aquiáhuatl
Columnista