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El ombligo de Guie´dani, de Xavi Sala, es razón suficiente para argumentar que en México existe cine de calidad y que ésta depende, entre otras cosas, del estímulo proveniente del Estado o, lo cual significa que la producción cinematográfica no es un monopolio de la iniciativa privada, pues ésta difícilmente soporta un cine alternativo. Por ello, Guillermo del Toro dice: “sin el apoyo estatal el cine, que tiene un aliento más contestatario, fuerte y que da voz a los que no la tiene, peligra”. Esto último se muestra en forma palmaria en la obra de Xavi Sala.
Se ha dicho que es la antítesis de Roma (Alfonso Cuarón, 2016). Probablemente. Lo cierto es que la mirada, desde la cual cuenta la historia, es opuesta. Antes que todo, es importante subrayar que ambos filmes comparten un mismo contexto social: la vida de las empleadas domésticas. En una sociedad que promueve la falsa creencia de que la riqueza es creada únicamente con base en el mérito personal; que justifica la miseria de quienes no son suficientemente “capaces para salir adelante” y que su miseria es su responsabilidad, no de la estructura económica de la sociedad capitalista; sugiere la idea de que las vidas de estas trabajadoras no son dignas de atención, porque son casi objetos mudos y prescindibles, y no son tema del cine, pues su sitio es otro. En su época dorada, el cine nacional las mitificó como un icono de mujer abnegada, fiel a ultranza y con estatus más cercano a la esclavitud de la época de la Guerra de Secesión en Estados Unidos que a una relación laboral moderna. Era, en suma, una visión despectiva de las trabajadoras domésticas. Pero ahora su marginalidad en el mundo real se traslada al mundo de las artes.
A diferencia de Cuarón, Xavi Sala propone, en su cinta, una mirada a la hija de una empleada de limpieza. Esto rompe, de suyo, el sentimiento de conmiseración, porque consiste simplemente en mirar. La vista penetrante de Sótera Cruz, la actriz que encarna a Guie’dani, se convierte en un símbolo. Su juventud es otro. Es una indígena zapoteca arrancada de su tierra por necesidad y que debe integrarse al mundo de otra clase social, antagónica a la suya; sí, antagónica, no solo diferente. Un nuevo orden de cosas que solamente le brinda hostilidad velada, aunque su nueva patrona y su familia no sean conscientes de ello, pues se consideran gente con ideas flexibles, “modernas”, pero no logran librarse de los prejuicios clasistas: “las sirvientas de Veracruz son más huevonas que las de Oaxaca”.
¿Existe este antagonismo en todas las actuales relaciones de servidumbre? Sí, pero yace y se oculta con la sumisión de la trabajadora; es decir, la asimilación requiere obsecuencia. La madre de Guie’dani lucha con su propia hija para que se resigne al papel que le corresponde. Guie’dani resiente la repulsión de sus patrones, la resiste y no logra disimular su antipatía. Es un acierto: la batalla es cubierta por los formalismos, pero los planos secuenciales tienen la misión de evidenciarla. El silencio de Guie’dani resulta incómodo y subversivo; el patrón no lo soporta porque rompe el esquema por el que debe pasar como benevolente y las criadas agradecerlo con docilidad. En todo momento, la inexpugnable mirada revela la imposible adaptación y la existencia misma de su rebeldía latente. En la joven se anida un resentimiento que crece con la complicidad de otra niña, hija también de una afanadora. La trama, sin embargo, no es efectista, no busca el clímax forzado. La joven indígena tiene su momento catártico. Pero no estamos ante un final feliz; veremos un desenlace normal y en el sentido preciso de la palabra, es terrible.
El filme de Xavi Sala sensibiliza y contribuye a la comprensión de que la plena aceptación de las minorías en el mundo moderno encuentra su férrea dificultad en la propia estructura social.
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Escrito por Marco Antonio Aquiáhuatl
Columnista