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1917, la guerra como circunstancia trivial
El arte nos estremece y así nos instruye para remover ideas anquilosadas sobre nosotros mismos.
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El filme 1917 es calificado como una proeza técnica, entre otras cosas porque lo reseña una larga secuencia solo dividida en dos partes, donde nunca hay ningún corte y ofrece la ilusión de que fue grabada de un tirón y con una sola cámara. El plano fue ideado para evocar la travesía de dos cabos que llevan, presurosos, un mensaje a un mando militar, cuyo contenido evitará una celada y salvará la vida de mil 600 soldados británicos durante la Primera Guerra Mundial.

El amante del cine agradece indudablemente la fotografía, la música y la edición. Cierto: existen razones para sostener que el lenguaje cinematográfico del experimentado Sam Mendes es asombroso; sus efectos especiales apenas son perceptibles; la dirección de cámaras es de alta calidad y coadyuva a exaltar la odisea de estos soldados. La fotografía de Roger Deakins merece mención aparte, porque es lo mejor del filme y lo más memorable, como ocurre con lo ya conocido de su trabajo con los hermanos Cohen en El hombre que nunca estuvo allí.  En general, la dirección logra convertir a los espectadores en testigos mudos del sufrimiento, la desesperanza y la podredumbre de la guerra, cuando literalmente los obliga a pasar por encima de cientos de cadáveres anónimos y ruinas de ciudades, así como del heroísmo de los militares.

No obstante, Sam Mendes no ofrece una película antibelicista. Estamos ante una historia que nunca cuestiona los terribles efectos de la guerra; su mutismo nos invita a creer que ese valeroso heroísmo es ejemplar, como si aquella guerra hubiese tenido un fin loable. Y no, no lo tuvo.

La Primera y la Segunda Guerra Mundiales fueron el resultado de las disputas imperialistas del Siglo XX; es decir, su causa fue una obscena pugna por la hegemonía de los mercados internacionales y los intereses de las grandes potencias. En su vergonzosa justificación se utilizaron discursos ultranacionalistas, peroratas liberales, llanas mentiras y en su nombre se cometieron torturas y horripilantes exterminios.

Nuestra generación no carece, infortunadamente, de ejemplos similares. Las guerras en Irak y en Siria han sido justificadas con una retahíla de mentiras, hoy bien conocidas, entre las que destaca el combate al “terrorismo”, el cual no solo deja hambre y miseria en ambas naciones ocupadas, sino también traumas en la mentalidad de los saqueadores; esto es: xenofobia y racismo –como actos de defensa imaginaria– así como cargos de conciencia por su irrupción en naciones ajenas y empobrecidas.

Como queda dicho: el virtuosismo técnico de Mendes es visualmente deslumbrante; pero este portento cinematográfico eclipsa a la guerra misma, la relativiza, la muestra como mera circunstancia trivial en el desarrollo de una historia. Con un final cantado, que no prepara sorpresas, los personajes tienen algunos atisbos de profundidad que nunca logran desplegarse, lo que resulta increíble si dimensionamos la monstruosidad de los hechos. Pensemos, solo a título de ejemplo, en Stanley Kubrick con Cara de guerra (Full Metal Jacket, 1987) que mostró, con una ironía aguda, los descalabros emocionales de los protagonistas en la guerra.

Al filme no parece importarle el tema, sino priorizar el sentido anecdótico de la hazaña. El reproche no carece de sentido si consideramos la temática de la filmografía que en el último año disputó en los grandes certámenes del cine. Los temas abordados por Joker (Todd Phillips, 2019) y Parásitos  (Bong Joo-ho, 2019) exhiben  críticamente a una sociedad con severos problemas; mejor aún, son preocupaciones legítimas de realizadores por llevarnos a la reflexión profunda de nuestra más cruenta realidad; a desnudar aquello que paradójicamente vivimos todos los días y no advertimos; y a denunciar esto sin caer en el simple panfleto “incendiario”, porque las denuncias no deben tener vestiduras simplonas. Quizás más en la obra de Bong Joo-ho, los recursos cinematográficos son empleados con plena soltura y con resultados memorables, sin perder de vista la trascendencia del guion.

En suma: es posible que 1917 se cuele a última hora como la mejor película del año, pero su repercusión histórica será menos célebre, porque los tiempos convulsos hoy nos invitan a hablar de lo que ocurre en el mundo y a sacudir nuestra resignación e indiferencia ante sus quejas y dolores. El arte nos estremece y así nos instruye para remover ideas anquilosadas sobre nosotros mismos. Es necesario, pues, cavilar en torno a los efectos de la guerra. Nunca estará de más.  


Escrito por Marco Antonio Aquiáhuatl

Columnista


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