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Tradición y rebeldía en Matilde Elena López
La salvadoreña Matilde López forma parte de los intelectuales centroamericanos que al influjo del marxismo y las revoluciones socialistas del s. XX, escribieron para las masas y estuvieron en contra de las dictaduras.
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Académica, narradora, dramaturga, poetisa y crítica literaria, la salvadoreña Matilde Elena López (1919-2010) forma parte de esa pléyade de intelectuales centroamericanos que, en la primera mitad del Siglo XX, al influjo del marxismo y de las triunfantes revoluciones socialistas en el mundo, escribieron para las masas y militaron en amplios movimientos contra las dictaduras, sufriendo represión y exilio. En la década de los 40 participó en el movimiento para derrocar a Maximiliano Hernández Martínez en El Salvador, reelecto en dos ocasiones y bajo cuyo gobierno se produjo el levantamiento indígena de 1932, que terminó en un genocidio; en 1944, una huelga general lo obligó a “renunciar”, traspasando el mando al ministro de la guerra, marina y aviación; el ejército gobernaría el país con mano dura hasta los años 80.

Luego de estos sucesos, Matilde Elena se exilió en Guatemala, colaborando con el gobierno progresista de Jacobo Árbenz hasta el golpe de Estado que lo derrocó en 1954, marchando a Ecuador y Panamá, para volver a su patria a partir de 1960. Destaca entre sus obras ensayísticas Interpretación social del arte (1965) y la obra teatral La balada de Anastasio Aquino (1978) en la que rescata la figura del cabecilla de los nonualcos durante el levantamiento campesino de 1833 en El Salvador, quien para muchos escritores ha sido considerado un símbolo de rebeldía contra las injusticias sociales. Tambien es autora de los poemarios La búsqueda, El encuentro y Bajo un signo oscuro, triste… (1969); El momento perdido (1976); Los sollozos oscuros (1982) y El verbo amar (1997).

Considerada una de las ensayistas más importantes de su país, en Disyuntiva entabla un diálogo con Dolores Ibárruri La Pasionaria, feminista y revolucionaria española, y al hacerlo se compromete con su pueblo “hasta la muerte”.

 

Desde el vértice de esta disyuntiva

donde voces enormes me convocan,

oigo un clamor lejano y agitado

que angustioso atraviesa mi frontera.

Si no sigo tus pasos, Pasionaria,

si no sigo el tormento de tu lucha,

si no me doy al pueblo hasta la muerte,

que tu voz me maldiga y me condene.

Que sobre mis pupilas caiga hirviente

el aceite que ciega y que lacera,

que las hoces que inclinan tu esperanza

vendimien mis arterias execrables.

Pero yo te conjuro, Pasionaria,

a que alientes la fe de mi entereza,

que en tu fragua se eduquen mis crisoles

y que tus astros guíen mi amargura.

Por mi amor y tu medio siglo a cuestas

dame un destello de tu roja aurora.

 

Profundamente humana, su poesía comprende el dolor, el sufrimiento y la resistencia ante las adversidades que hacen que, casi muertos, los pueblos puedan florecer de nuevo, como se expresa en Ternura a través de una muy bien lograda metáfora.

 

Gimió todo tremante

el árbol mutilado.

De todos los tajos de la vida

¡Malherido de muerte!

A la raíz llegó

el finísimo acero

y pareció derrumbarse.

¿De dónde sacó fuerzas

si llegó a lo sensible,

si no quedaba nada?

¡Ya lo daban por muerto!

La enterrada raíz

tembló toda por dentro,

se estremeció hasta el fondo.

Hasta que un día

ojos que te amaron tanto

salieron a mirarte

en los tiernos retoños.

¿Qué fuerza tanta

acumuló el dolor

en la oscura raíz

para que soterrada

vinieran empujándola

brotes reverdecidos

de indefensa ternura?

 

La poesía de Matilde Elena López abreva en las antiguas fuentes; marxismo y revolución conviven con la más acreditada tradición, renovada en Mirándome en tu cuadro que inevitablemente nos remite a uno de los más bellos sonetos de Sor Juana, en que “procura desmentir los elogios que a un retrato de la poetisa inscribió la verdad, que llama pasión”.

 

“Quiero captar la poesía de tus ojos”,

me dijiste, mientras en el cuadro

les dabas vida irradiadora,

y toda yo surgía como diosa.

Mi imagen en tu cuadro es una ermita

que guarda una sonrisa misteriosa.

Tan leve es el dibujo de mi boca

que hasta parece que aletea el beso.

Tan pura luz le diste a mis pupilas

que mis ojos te buscan y te atraen.

Pues si ya los robaste, ¿qué me queda

sino seguir el robo que iniciaste?

Me pintaste, quizás, un poco triste,

porque acaso sabías, sin saberlo,

que sólo tú podrías darme vida.

Si pintar el objeto es poseerlo,

objeto de tu amor fueron mis ojos

por un acto de magia que conoces.


Escrito por Tania Zapata Ortega

COLUMNISTA


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