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Stella Sierra: “un ala en las nubes, la otra en la tierraˮ (II de II)
"Libre y cautiva", poemario considerado la obra más lograda de la panameña, "Canción en elegía (A una perra fiel)", homenaje a su mascota, y "Casi diálogo con mi perro viejo", son algunos de sus poemas.
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En 1947, la editorial Stylo publicó en México Libre y cautiva, poemario que ha sido considerado por diversos críticos la obra más lograda de la panameña Stella Sierra. Una acuciosa lectura de los grandes poetas españoles del Siglo de Oro se refleja en este libro, en el que el amor es uno de los grandes temas; pero no es un amor apacible, libre de sobresaltos, sino turbulento y a merced de los elementos de la naturaleza; la poetisa forma en el bando de Lope: “esto es amor, quien lo probó lo sabe”. Todas las contradicciones de la pasión amorosa están presentes en el soneto que da nombre al libro: la resistencia a perder la individualidad; el descubrimiento de una emoción nueva, un premio que al mismo tiempo es tortura y gozo; la certeza de hallarse en una prisión de la que no se quiere escapar; la tensión mental previa al encuentro amoroso y el anhelo de apropiarse, con todos los sentidos, de la materialidad del otro antes de que huya.

 

Por sentirme despierta en la cautiva

morada oscura de tu sangre, llevo

este amargo laurel de gajo nuevo

y esta miel de cilicio rediviva.

Y no quiero saberme fugitiva

de la celda de amor en que me muevo:

porque el ángel te encuentre, yo renuevo

mis llamadas de intacta sensitiva.

Extenderás tu mano que –impasible–

quiere lograr la flor indivisible:

su cauto aroma velará tu frente.

Como cierva te huí. ¡Que te encadena

más ese afán de hallarme en la colmena,

carcelera celosa de tu mente!

 

La muerte, ese otro gran tema de la poesía universal está presente en Canción en elegía (A una perra fiel) conmovedor homenaje, pleno de sentimientos elevados, inspirado por la partida de su compañera canina. La frescura y originalidad de las metáforas con que describe a la vivaz Popona es sorprendente, así como el reconocimiento de los límites de la vida y el renacimiento en otras formas de la materia, de la osamenta al árbol y de éste al nido. Y si hay un sitio al que van los seres puros, ahí estará su amiga, en la luz, en los astros.

 

Popona, nombre dulce, retazo de agua clara,

elástica y riente como una tibia corza.

¿Por qué secreto mundo de tierra caminas?

¿A qué cautivo limbo solícita te asomas?

Tengo tu imagen lúcida –en la noria del alma–

asida al corazón como un lirio a la espuma:

aquel hocico largo de felpa cenicienta

que otrora husmeó fantasmas –palomas de penumbra–:

aquellos flancos ágiles –¡Ay materia y su límite!–

que ignoraban las vallas en su zanco de plumas.

Aquellos ojos pardos, esquifes de misterio

en los que navegué solitaria y desnuda.

¿En dónde están, en dónde?

Estás sembrada toda, germinando, creciéndote

de la muerte a la vida en tranquila figura.

De tu osamenta frágil nace un árbol y un nido.

(Acaso de tu vientre, un arroyo de brumas).

Y permaneces quieta. Tan dormida en tu muerte,

tan serena en la forma de tu morada última,

que no escuchas la suave alborada de pájaros

ni percibes del tiempo el fluir de su música.

Te llamo. No respondes. Ni el eco más distante.

La ola que cobija mi corazón se asusta.

Albo delfín la luna, navega en su mar-cielo

y desnuda los monjes de mi huerto de pinos…

En la hojarasca tensa, unos pasos fugaces.

En mi mano se escarcha. Un soplo breve y fino.

Renacida del musgo plomizo de la muerte

–hortelana del predio de los astros sin riscos–

vislumbro tu silueta transparente de estrellas

mientras Dios en tu trono te sonríe, ¡Dios mío!

 

Y el mismo tema de nuestros compañeros no parlantes aborda Casi diálogo con mi perro viejo (1976). Se sabe que las primeras experiencias relacionadas con la muerte suelen ser las de animales que hemos querido mucho; a menudo su partida duele tanto como la de un familiar cercano. A Pocky, es la dedicatoria de Stella Sierra en este poema otoñal, que intuye la proximidad de la muerte propia.

 

Como tú,

me he quedado sin dientes.

El lomo de las horas

y las ruedas del tiempo

amarillean tu piel,

la mía,

en este interminable valle que cruzamos.

En tus ojos celestes

la niebla pone escarchas

a tu visión purísima.

Y yo navego en ellos.

Un temblor de presagios

cual si mil ángeles ansiosos te empujaran

abreva el paso.

Tus flancos no se arquean.

Y yo, insegura, cruzo una baranda

de luces y azucenas.


Escrito por Tania Zapata Ortega

Correctora de estilo y editora.


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