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Raúl González Tuñón
En sus primeros poemas, El violín del diablo (1926) y Miércoles de ceniza (1928) Tuñón describe a la juventud proletaria y al hampa de su país.
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Nació el 29 de marzo de 1905 en Buenos Aires, Argentina y murió en la misma ciudad el 14 de agosto de 1974. Es uno de los más importantes poetas argentinos del Siglo XX. El escritor Pedro Orgambide lo describe como “amigo de las gentes, de las mujeres amantes y del vino, cantor de las tabernas, las grandes fiestas y duelos e insurrecciones populares”. En 1922 publicó sus primeros poemas en las revistas Caras y Caretas e Inicial. En 1923 participa en la redacción de Proa, revista dirigida por Ricardo Güiraldes, y colabora en el periódico Martín Fierro. En 1929 emprende una serie de viajes, empezando por recorrer su país, luego Europa, Brasil y Paraguay, donde es corresponsal de guerra para el diario Crítica.

En 1933 regresa a su país y funda la revista Contra que cierra a los pocos meses, porque es acusado y detenido por “incitación a la rebelión” contra el gobierno de Agustín Pedro Justo. En 1934 viaja a España y traba amistad con Federico García Lorca, Pablo Neruda y Miguel Hernández. Al estallido de la Guerra Civil Española secundó a Neruda en la fundación de la Alianza de Intelectuales para la Defensa de la Cultura. Durante su estancia en España, también viaja a la URSS con cuyos ideales simpatizaba.

En sus primeros poemas, El violín del diablo (1926) y Miércoles de ceniza (1928) Tuñón describe a la juventud proletaria y al hampa de su país. En La rosa blindada (1936), sus poemas reflejan un carácter a favor de las luchas sociales, sobre todo la antifascista de la Guerra Civil Española. Fue un intelectual comprometido con las causas sociales, que defendió públicamente en diversos actos y en su escritura.

La luna con gatillo

Es preciso que nos entendamos.

Yo hablo de algo seguro y de algo posible.

Seguro es que todos coman

y vivan dignamente

y es posible saber algún día

muchas cosas que hoy ignoramos.

Entonces, es necesario que esto cambie.

El carpintero ha hecho esta mesa

verdaderamente perfecta

donde se inclina la niña dorada

y el celeste padre rezonga.

Un ebanista, un albañil,

un herrero, un zapatero,

también saben lo suyo.

El minero baja a la mina,

al fondo de la estrella muerta.

El campesino siembra y siega

la estrella ya resucitada.

Todo sería maravilloso

si cada cual viviera dignamente.

Un poema no es una mesa,

ni un pan,

ni un muro,

ni una silla,

ni una bota.

Con una mesa,

con un pan,

con un muro,

con una silla,

con una bota,

no se puede cambiar el mundo.

Con una carabina,

con un libro,

eso es posible.

¿Comprendéis por qué

el poeta y el soldado

pueden ser una misma cosa?

He marchado detrás de los obreros lúcidos

y no me arrepiento.

Ellos saben lo que quieren

y yo quiero lo que ellos quieren:

la libertad, bien entendida.

El poeta es siempre poeta

pero es bueno que al fin comprenda

de una manera alegre y terrible

cuánto mejor sería para todos

que esto cambiara.

Yo los seguí

y ellos me siguieron.

¡Ahí está la cosa!

Cuando haya que lanzar la pólvora

el hombre lanzará la pólvora.

Cuando haya que lanzar el libro

el hombre lanzará el libro.

De la unión de la pólvora y el libro

puede brotar la rosa más pura.

Digo al pequeño cura

y al ateo de rebotica

y al ensayista,

al neutral,

al solemne

y al frívolo,

al notario y a la corista,

al buen enterrador,

al silencioso vecino del tercero,

a mi amiga que toca el acordeón:

–Mirad la mosca aplastada

bajo la campana de vidrio.

No quiero ser la mosca aplastada.

Tampoco tengo nada que ver con el mono.

No quiero ser abeja.

No quiero ser únicamente cigarra.

Tampoco tengo nada que ver con el mono.

Yo soy un hombre o quiero ser un verdadero hombre

y no quiero ser, jamás,

una mosca aplastada bajo la campana de vidrio.

Ni colmena, ni hormiguero,

no comparéis a los hombres

nada más que con los hombres.

Dadle al hombre todo lo que necesite.

Las pesas para pesar,

las medidas para medir,

el pan ganado altivamente,

la flor del aire,

el dolor auténtico,

la alegría sin una mancha.

Tengo derecho al vino,

al aceite, al Museo,

a la Enciclopedia Británica,

a un lugar en el ómnibus,

a un parque abandonado,

a un muelle,

a una azucena,

a salir,

a quedarme,

a bailar sobre la piel

del Último Hombre Antiguo,

con mi esqueleto nuevo,

cubierto con piel nueva

de hombre flamante.

No puedo cruzarme de brazos

e interrogar ahora al vacío.

Me rodean la indignidad

y el desprecio;

me amenazan la cárcel y el hambre.

¡No me dejaré sobornar!

No. No se puede ser libre enteramente

ni estrictamente digno ahora

cuando el chacal está a la puerta

esperando

que nuestra carne caiga, podrida.

Subiré al cielo,

le pondré gatillo a la luna

y desde arriba fusilaré al mundo,

suavemente,

para que esto cambie de una vez.

Blues de los pequeños deshollinadores

¿Te acuerdas de los turcos vendedores de madapolán

y de los muñecos de trapo quemados en la noche de San Juan?

¿Te acuerdas de los pequeños deshollinadores

y de los negros candomberos

y de mí que en las tardes de lluvia

detrás de los vidrios

miraba el paisaje caído en la zanja?

¿Te acuerdas del muro del día escalado, ardido

mordido como una fruta?

¿Te acuerdas de María Celeste?

Pues hoy María Celeste es una prostituta.

¿Te acuerdas de la tienda fresca, violeta, rosa

y el torcido y verde farol?

¿Te acuerdas de Juan el Broncero?

Pues Juan el Broncero es hoy un ladrón.

¿Te acuerdas de los pequeños deshollinadores oscuros, oscuros?

Pues hoy los pequeños deshollinadores son hombres maduros

que chillan en las cantinas,

escupen polvo en las negras fábricas

y aguardan las putas fugaces

en los baldíos y las esquinas.


Escrito por Redacción


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