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Una de las formas más efectivas de resistir el ataque armado de un invasor es la guerra partisana o guerrillera. Este tipo de combate aparece cuando las fuerzas del territorio invadido no cuentan con suficientes hombres, armas, recursos, etc., para establecer un frente sólido que detenga al agresor. La resistencia es aún más propicia cuando los combatientes conocen bien la geografía y cuentan con un respaldo popular significativo. Y como se trata de una guerra desigual en la que pequeños grupos atacan esporádica y sorpresivamente a las unidades del ejército invasor, el periodo de hostilidades suele prolongarse y verter en el desgaste; la violencia es más acentuada y sangrienta –sobre todo contra los civiles– y los enfrentamientos se dispersan en el espacio de las operaciones. En este marco hay una condición importante que puede definir el éxito o el fracaso de los guerrilleros en su tarea de hostigar perennemente al enemigo: las unidades deben coordinar sus operaciones y orientarlas con base en una dirección militar común.
Éste fue el caso de los partisanos soviéticos de la Segunda Guerra Mundial, de acuerdo con un estudio reciente de la historiadora Masha Cerovic. En el verano de 1941, la Alemania nazi lanzó la Operación Barbarroja contra la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). El Ejército Rojo no estaba en condiciones de detener a los nazis, quienes lograron penetrar y ocupar un área inmensa que comenzaba en Ucrania y Bielorrusia y llegaba a las afueras de Moscú. De esta forma, los soviéticos quedaron incapacitados físicamente para resistir y contratacar en todo el oeste de la URSS, quedando a merced de los alemanes.
Cerovic explica que a pesar de la ausencia de la dirección central del Estado, los civiles de las regiones ocupadas tomaron las armas y, ocultos en los bosques, se dispusieron a atacar a las unidades alemanas. Pudieron hacerlo porque entre ellos había veteranos de la Primera Gran Guerra y de la guerra civil en Rusia, y disponían de la pericia necesaria, razón por la que los alemanes no pudieron acabar con ellos. A fin de obtener información que les permitiera saber dónde se escondían, los nazis torturaron o mataron a sus familiares y amedrentaron a los civiles colaboradores con castigos o ejecuciones ejemplares. Pero los guerrilleros no cedieron.
En la región ocupada por los nazis casi no quedaron células comunistas que dirigieran la resistencia. Por lo tanto, las partidas no tenían una dirigencia única, ni bien definida; su fidelidad recaía en sus jefes populares de partida, al punto que varias guerrillas se reconocían por el nombre de éstos. Varios grupos partisanos, asimismo, comenzaron a comportarse como bandidos de caminos, que ocasionalmente llegaron a operar no solo contra el invasor sino también contra los soviéticos. En resumen, se trataba de guerrillas sumamente eficaces, pero sin coherencia en sus objetivos militares.
Para meterlos en orden y controlarlos, las autoridades soviéticas emprendieron estas acciones: los regularizaron como combatientes y los integraron a las filas del Ejército Rojo e infiltraron las partidas guerrilleras con militares comunistas. Este proceso se implementó entre 1942 y 1944 y aunque las actividades partisanas siguieron teniendo cierta autonomía, sus operaciones quedaron cada vez más supeditadas a los movimientos del ejército soviético.
De esta manera, dice Cerovic, fue como la resistencia partisana ya no fue una actividad aislada y contribuyó a expulsar al nazismo de la URSS. La derrota de los alemanes fue paulatina y en ella se combinaron tanto la resistencia guerrillera en el oeste, que poco a poco fue quedando bajo el mando del Ejército Rojo, como de sus unidades regulares en la vigorosa defensa del frente de Leningrado. Es decir, el éxito rotundo sobre los nazis solo fue posible gracias a un esfuerzo conjunto dirigido desde los cuarteles soviéticos.
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Escrito por Anaximandro Pérez
Doctor en Historia y Civilizaciones por la École de Hautes Étus en Sciences Sociales (EHESS) de París, Francia.