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El trabajador, dice el filósofo de Tréveris, no trabaja para trascender o porque lo considere útil, sino porque de esa forma satisface sus necesidades. Su vida no está en la fábrica, sino fuera y ésta representa para él un sacrificio que debe realizar para darse algunos gustos. El trabajo diario lo fastidia, lo enajena de la realidad y las pocas posibilidades de alcanzar la felicidad las halla en la satisfacción de sus necesidades más mundanas y sus instintos más primarios. Toda la jornada de trabajo vale la pena si de vez en cuando puede darse una comilona, acudir a la cantina y, desde luego, darse a la actividad sexual fuera y dentro de su casa. Los días pasan sin tregua, una generación reemplaza a otra, mientras la rutina y la satisfacción de los apetitos carnales son siempre los mismos. En el engranaje del sistema productivo solo es una pieza que piensa, siente y se mueve de acuerdo con el rol que le toca jugar; y aun cuando presuma de su comportamiento original, las mercancías que crea son las que se adueñan hasta de su propia vida.
Si por un momento el individuo deja de cumplir el papel que tiene asignado, se convierte automáticamente en un fastidio para la sociedad consumista. Esto lo percibió perfectamente el literato José Rubén Romero, quien en el México posrevolucionario observó cómo en 1938 se abría paso el desarrollo del capitalismo y la industrialización. En su novela La vida inútil de Pito Pérez critica fuertemente las injusticias que se multiplicaban por doquier. Pito Pérez encarna al inútil, al gandul de una sociedad que solo funciona con la explotación del trabajo ajeno. Es un pícaro que desprecia el trabajo y la monótona rutina que ata la vida de los hombres. En la vida disipada que lleva por elección no se hace digno del amor carnal de una mujer y los hombres lo desprecian por igual, ya que ni siquiera cumple con la sagrada encomienda de la reproducción. Prefiere los trabajos fáciles, que no implican el menor esfuerzo y solo para darse gusto con la botella. No tiene ambición por ninguna propiedad; vive donde puede, como puede, sin preocupaciones de cuidar a alguien y, por lo mismo, nada tiene que perder.
Y aunque Pito no es un ser ignorante y logra ver un poco más lejos que muchos otros hombres, los vicios y su condición de lumpen lo hacen irrelevante. Pasa sin pena ni gloria siempre ahogado de borracho hasta que aparece muerto en alguna calle inmunda. Sin embargo, en su testamento hay un manifiesto odio clasista hacia los ricos que todo lo tienen y al expresar el profundo desprecio que siente hacia ellos sentencia que un día, del coraje de los humildes, surgirá un terremoto que no dejará piedra sobre piedra.
Tal vez tenga razón Pito Pérez, querido lector, pues a veces es necesario que las cosas se compliquen más para poder elevarnos de la rutina del trabajo y del mundo imaginario que nos han creado. Porque en los más de 30 años de vigencia de la fase neoliberal del capitalismo, la situación socioeconómica se ha complicado a tal grado que solo el 40 por ciento de los trabajadores tienen plazas laborales estables, pero la mayoría con bajos salarios, mientras el 60 por ciento tienen que rascarse con sus propias uñas en la informalidad.
Los pobres no han sido prioridad. El escándalo en el que se encuentra el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) pone en evidencia esto y agrava aún más la atención a la salud de los pobres. La escasez de medicamentos, el despido del personal médico y la falta de recursos nos llevan a pensar que al nuevo gobierno poco le importa la vida de los trabajadores. Es evidente el maridaje que existe entre este gobierno y la oligarquía empresarial. Es la clase pudiente la que crea a los Pitos Pérez; son los saciados los que consideran inútiles las vidas de los menos afortunados.
Por ello no están dispuestos a invertir más allá de lo permisible para su reproducción. El proporcionar educación, vivienda decorosa y servicios de salud de calidad son “lujos” y gastos innecesarios. Para los pobres las medidas de austeridad y para los ricos la seguridad y la estabilidad que necesitan para hacer grandes negocios. Por ello los pobres se encuentran en la disyuntiva: seguir bajando la cabeza y entretenerse en sus placeres mundanos, o levantarla y darle una ayudadita a la Patria, que mucha falta le hace.
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Escrito por Capitán Nemo
COLUMNISTA