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¿Quién hace la Historia? ¿A qué fuerza social corresponde transformar la realidad cuando ésta no se reconoce más en las relaciones existentes? La razón de la historia, aquella fuerza motriz que transforma épocas, devora pueblos y hace sucumbir imperios, no se encuentra, muy a pesar de lo que se predica, en la simple y limitada voluntad humana. Es cierto que la voluntad es una fuerza inconmensurable que, cuando va aparejada con la conciencia y el conocimiento, puede encauzarse en el curso de la historia. César, Aníbal, Alejandro, Napoleón, Lenin, etc., son espíritus dotados de una grandeza e inteligencia que la historia no osa disputar. Sin embargo, a pesar de la altura que alcanzaron, no podemos concebir el movimiento social solo como producto del espíritu de los grandes hombres; su existencia debe comprenderse como efecto necesario de un momento histórico determinado y, sobre todo, como luces, antorchas que brillan en la oscuridad, faros que orientan a los pueblos y naciones hacia el objetivo necesario e histórico. Todo ello sin olvidar que son estos pueblos los verdaderos hacedores, los transformadores y sin los cuales toda la grandeza individual terminaría difuminándose en la nada.
¿De dónde surge la necesidad que hace de una clase social una revolucionaria? ¿Por qué la historia, con su juicio implacable, desecha a hombres que en su tiempo gozaron de fama y fortuna y encumbra a quienes en su momento sufrieron persecución y calumnia? Que un grupo de personas, incluso siendo mayoría, pretenda transformar la realidad no es suficiente para hacerlo. Se debe entender el momento que atraviesa cada realidad específica para valorar objetivamente si las condiciones permiten un cambio o, si es preciso, antes que centrarse en su transformación, propiciar su madurez.
En la historia, como en la vida, querer no es poder; solo en cierto momento y para ciertos grupos esta contradicción se disuelve. El pueblo, considerado éste como la clase sufriente y productora de riqueza, no siempre es el que dirige una revolución, aunque sea siempre el que la realice. En su momento, y por necesidad, la burguesía jugó un papel profundamente revolucionario. En nuestros días, sin embargo, ese papel se ha invertido y, con la intención de no perder su poder, se vuelve contra la historia y pretende arrastrarla por un camino que jamás ha recorrido dos veces, el pasado.
Las actuales relaciones de producción han desplazado a millones de trabajadores de las fábricas sin que éstas dejen por ello de producir excedentes cada vez mayores; han creado una gigantesca masa empobrecida frente a un minúsculo grupo de multimillonarios; mientras la ciencia avanza, la mayoría empobrecida ve cómo su trabajo, ya de por sí mecanizado y embrutecedor, le es arrebatado por una máquina; una gigantesca multitud de desempleados puebla hoy el planeta. Para resistir las crisis de sobreproducción, el capital se ve obligado a abrir más mercados a través de la guerra y la conquista, pero el sistema se ha topado con una muralla en Oriente, que le ha dejado tres opciones: claudicar, intensificar la guerra o intensificar el nivel de explotación de las masas, cuyo límite de resignación parece agotarse.
En estas condiciones, solo el proletariado puede realizar un cambio estructural para detener la destrucción de la sociedad y del planeta entero; siendo la clase despojada de medios de producción, que tiene que vender su fuerza de trabajo para vivir, el obrero es el único capaz de revolucionar un sistema en el que toda la producción cae sobre sus espaldas, en el que, por el nivel de desarrollo técnico alcanzado tiene posibilidades de controlar él mismo todo el sistema productivo e invertir la relación, dejando a los productores de la riqueza con el producto de su trabajo y utilizando todas las condiciones que el capitalismo ha creado no solo para disminuir su miseria sino, fundamentalmente, para evitar lo que en su momento la burguesía dio por llamar “el fin de la historia”.
El proletariado pues, “no tiene «ideas que realizar» (finalidades trascendentes), sino que tiene simplemente que «poner en libertad los elementos de la nueva sociedad»; es el camino que va de la clase «respecto del capital» a la clase «para sí misma»” (Lukács). El único sujeto revolucionario posible en este momento de la historia es el proletariado; sin embargo, esta condición para hacerse real debe hacerse consciente o, siguiendo a Lukács, “para sí”. El sujeto de la historia podrá devenir en verdadero revolucionario en la medida en que se eduque y adquiera consciencia, por un lado, de la realidad cuya circunstancia requiere una intervención inmediata y, por otro, de su fuerza, inconmensurable si se refiere a su cantidad, pero impotente si no se le encauza teórica y políticamente.
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Escrito por Abentofail Pérez Orona
Licenciado en Historia y maestro en Filosofía por la UNAM. Doctorando en Filosofía Política por la Universidad Autónoma de Barcelona (España).