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No son raros los casos de obras literarias que, al despertar el interés del público lector, concitan el deseo de escribir segundas partes, algunas superiores a la primera y otras no. La Celestina, de Fernando de Rojas, es la continuación de un viejo manuscrito hallado por el autor. La demora de don Miguel de Cervantes para escribir la segunda parte de su obra maestra convocó a su adversario Alonso Fernández de Avellaneda, a quien la Academia Española de la Lengua ha calificado como “importantísimo segundón de las letras hispánicas” a escribir el Segundo tomo del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, que contiene su tercera salida y es la quinta parte de sus aventuras; hoy conocemos esta obra como el Quijote apócrifo o el Quijote de Avellaneda, recientemente editado por la RAE.
La amplia difusión del Roman de la rose por toda la Europa medieval, su gran popularidad y su influencia en la literatura posterior desencadenó tal furor, que provocó intentos serios por continuar la obra inacabada del poeta francés Guillaume de Lorris, a quien se atribuyen fundamentalmente los primeros cuatro mil 58 versos octosílabos, escritos entre 1225 y 1227.
Martín de Riquer, en su Historia de la literatura Universal, consigna que 40 años después de la muerte de Guillaume de Lorris, un tratadista de nombre Jean Clopinel, originario de Meun-Sur-Loire, “cometió el error de continuarla y darle un largo fin, pedante y exento de poesía, que es lo que ha contribuido más eficazmente a espantar a los lectores modernos” del Roman de la rose.
En la primera parte de este poema alegórico en que las virtudes, pasiones y defectos humanos se hallan personificados, el poeta traspasa las altas murallas del jardín de Deleite y disfruta de la compañía de Hermosura, Riqueza, Liberalidad, Franqueza, Cortesía Juventud y Amor. Al contemplar el fondo de una fuente, descubre una rosa de singular belleza y alarga la mano con la intención de tomarla, entonces Amor lanza contra él sus flechas, atravesando con ellas sus ojos, oídos y corazón. Dispara un último dardo, “esta vez llamado Compañía”.
No hay cosa que tan pronto domine a una dama o a una doncella. Inmediatamente me renueva el gran dolor de las llagas, y tres veces seguidas caí desmayado. Al volver en mí me lamento y suspiro, pues mi dolor crece y se agrava, y ya no tengo esperanza alguna de curación o de alivio. Amor hará de mí un mártir.
Amor lo toma prisionero, lo convierte en su vasallo y lo obliga a combatir contra Peligro, Mala Boca (la maledicencia), Miedo y Vergüenza para conseguir a la rosa, que ha sido interpretada en este poema como símbolo de la femineidad, como representación de la amada del poeta dentro de los parámetros del amor cortés, es decir, de la dama de la corte a la que el amador debe conquistar en secreto, por estar casada.
En la Biblioteca Universitaria de Valencia se conserva un manuscrito en el que se ilustra “la batalla alegórica que Jean de Meun presenta en la segunda parte del Roman de la rose, tema constantemente interrumpido por largas digresiones; Venus, que está de parte del enamorado, ataca la fortaleza en que ha sido encerrada Bel Acueil (Buena Acogida), y con un arco lanza un blandón que pone en fuga a Peligro, Mala Boca y Vergüenza, terminando así el Roman de la rose:
Antes de partir de aquel lugar, donde gustosamente hubiera prolongado mi estancia, cogí con gran placer la flor del hermoso rosal y así conseguí la rosa roja. Amaneció y me desperté.
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Escrito por Tania Zapata Ortega
Correctora de estilo y editora.