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Nació en Valladolid, España, el 21 de febrero de 1817. Cuando tenía seis años, su padre fue nombrado gobernador de Burgos, adonde se trasladó con la familia y entró interno en el Real Seminario de Nobles de Madrid, regentado por los jesuitas, comenzó a leer a Chateaubriand, a Walter Scott y a Fenimore Cooper, en boga entonces, y a escribir sus primeros versos.
Obligada por la guerra carlista, la familia pasó a Lerma (1833) y José marchó a Toledo para estudiar leyes, según deseo de su padre. Pero allí se dedicó a la lectura de sus poetas favoritos y a conocer los recovecos de la vieja ciudad, que desde entonces quedaría presente en muchas de sus leyendas. Después se trasladó a Valladolid, descuidó sus estudios en leyes y se escapó a Madrid, dispuesto a abrirse camino con sus poemas. Ya en la capital vivió una temporada de estrecheces, acosado además por las pesquisas familiares; en sus Recuerdos del tiempo viejo, narra que malvivió haciendo ilustraciones para el Museo de las Familias de París.
Empezó a trabajar en el periódico El Español con un sueldo de seiscientos reales. La carrera literaria de Zorrilla fue vertiginosa desde entonces; en 1837 apareció Poesías, su primer libro, y dos años después estrenó Juan Dándolo en colaboración con García Gutiérrez. Zorrilla pasó varios años en América retraído en ranchos y apartadas haciendas, intentando negocios ilusorios y dando lecturas poéticas en Cuba y en México. Fue amigo de Maximiliano de Habsburgo, quien le nombró director del incipiente Teatro Nacional Mexicano. Tras una enfermedad de tres años murió Zorrilla en Madrid, la mañana del 21 de enero de 1893.
Entre 1839 y 1850, Zorrilla escribió la mayoría de sus mejores obras: El zapatero y el rey el primer volumen de Cantos del trovador en 1840; la segunda parte de El zapatero y el rey, al año siguiente; Sancho García, en 1842; El puñal del godo y El caballo del rey don Sancho, en 1843; Don Juan Tenorio, en 1844; La calentura, en 1846; de 1849 data Traidor, inconfeso y mártir; y en 1850 se imprimieron María y Un cuento de amores, en colaboración con Heriberto García de Quevedo.
Mañana voy, nazarena
Mañana voy, nazarena,
a Córdoba la sultana;
mi amorosa cantilena
ya no sentirás mañana
al compás de mi cadena.
Cuando vuelvan los cristianos
de los moros vencedores,
lee mis destinos tiranos,
la historia de mis amores,
en la sangre de sus manos.
Valiera más que, cautivo,
en esa torre acabara
la triste vida que vivo;
que la vida que hoy recibo
me la vendes ¡ay! bien cara.
¡Adiós! Tu esclavo mañana
ya no ha de causarte enojos;
pero es esperanza vana:
cautivo quedo, cristiana,
en la prisión de tus ojos.
¡Maldita, hermosa, mi estrella!
¿Qué ha de valerme la vida,
si no he de hallarte con ella
ni en Granada la florida
ni en mi Córdoba la bella?
De hoy me será el claro sol
una lámpara importuna;
hija del suelo español:
tú eres mi sol y mi luna...
La aurora y el arrebol.
Pues en ti pierdo el sol hoy,
sin tu sol no he de vivir;
Sultana: a Córdoba voy,
que en las tinieblas que estoy,
presto, a fe, que he de morir.
Ha prometido Mahoma
un paraíso, una hurí...
tú habrás de ser ángel, sí,
en esa región de aroma,
y hemos de amarnos allí.
Oriental
Dueña de la negra toca,
la del morado monjil,
por un beso de tu boca
diera a Granada Boabdil.
Diera la lanza mejor
del Zenete más bizarro,
y con su fresco verdor
toda una orilla del Darro.
Diera las fiestas de toros,
y si fueran en sus manos,
con las zambras de los moros
el valor de los cristianos.
Diera alfombras orientales,
y armaduras y pebetes,
y diera... –¡que tanto vales!–
hasta cuarenta jinetes.
Porque tus ojos son bellos,
porque la luz de la aurora
sube al Oriente desde ellos,
y el mundo su lumbre dora.
Tus labios son un rubí
partido por gala en dos...
le arrancaron para ti
de la corona de un Dios.
De tus labios, la sonrisa,
la paz, de tu lengua mana...
leve, aérea como brisa
de purpurina mañana
¡Oh, qué hermosa nazarena
para un harén oriental,
suelta la negra melena
sobre el cuello de cristal,
en lecho de terciopelo,
entro una nube de aroma,
y envuelta en el blanco velo
de las hijas de Mahoma!
Ven a Córdoba, cristiana,
Sultana serás allí,
y el Sultán será ¡oh, Sultana!
un esclavo para ti.
Te dará tanta riqueza,
tanta gala tunecina,
que has de juzgar tu belleza
para pagarle, mezquina.
Dueña de la negra toca,
por un beso de tu boca
diera un reino Boabdil;
y yo por ello, cristiana,
te diera de buena gana
mil cielos, si fueran mil.
El canto de los piratas
“Alerte! alerte! Voici les pirates
D’Ochali qui traversent le détroit”.
le captif d’ochali
Con cien cautivos llevamos
fletada nuestra galera,
que en una y otra ribera
para el harán reclutamos.
¡Al mar, al mar, marineros!
En Fez entramos mañana.
somos ochenta romeros
sobre nuestra capitana.
Cabe un convento botamos
al agua el ancla tenaz;
linda muchacha apresamos,
dormida en traidora paz:
mil fantasmas hechiceros
soñaba, a la mar cercana
somos ochenta romeros
sobre nuestra capitana.
Forzoso es, niña, callar:
ea, ganemos el viento;
esto no es más que cambiar
por un harén un convento.
os haremos mahometana
y el Sultán ha de quereros.
somos ochenta romeros
sobre nuestra capitana.
Huir desperada quiso.
–¡Y osáis, hijos de Satán!...–
Lloró, suplicó. –Es preciso–
la contestó el capitán.
Sus clamores lastimeros,
su resistencia, fue vana.
somos ochenta romeros
sobre nuestra capitana.
En su dolor, parecían
sus ojos un talismán;
mil cequíes bien valían:
la hemos vendido al Sultán.
Lo debe a mis compañeros:
ayer monja y hoy Sultana.
Somos ochenta romeros
sobre nuestra capitana.
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Escrito por Redacción