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JOSÉ MARÍA VALVERDE. Poeta español, traductor, pensador y profesor de estética, nacido en Valencia de Alcántara, Cáceres, en el año 1926. Estudió Filosofía en Madrid, en cuya Universidad se doctoró con una tesis sobre la filosofía del lenguaje en Wilhelm von Humboldt. Fue catedrático de Estética en la Universidad de Barcelona.
Por motivos políticos, en 1964, se exilió voluntariamente en Estados Unidos y Canadá, en donde fue catedrático de Literatura Española en la Universidad de Trent, Canadá, y traductor e historiador literario.
Su obra se caracteriza por un acentuado humanismo con toques intimistas, convirtiéndolo en una de las más brillantes figuras del panorama poético español. Obtuvo, entre otros, el Premio Nacional de poesía en 1949, el Premio de la Crítica (1962) y el Premio Ciutat de Barcelona por sus Poesías reunidas (1945-1990). De su obra poética, cabe mencionar otras de sus obras: Hombre de Dios (1945), La espera (1949), Versos del domingo (1954), Voces y acompañamientos para San Mateo (1959), La conquista de este mundo (1960), Años inciertos (1970), y Ser de palabra (1976). Murió en Madrid en 1996.
EL SILENCIO
Yo te espero, mi amor, para el silencio.
¿Para qué cantar más cuando ya seas cierta?
Cansado de gritar de maravilla,
cansado del asombro sin palabras,
me callaré despacio, como el niño feliz
que se duerme, en las manos el juguete.
Tardarás mucho tiempo en dormirme del todo,
en borrarme los últimos recuerdos que me hieren,
lentísimos recuerdos sin forma ni sustancia;
sombra más bien, o sangre y carne casi,
con raíces que entraron mientras iba creciendo.
Y tendré el blanco sueño de la infancia
desde el que hablaba a Dios, aun a mi lado;
aquel sueño, tan cerca de la muerte,
que podía llegar, serena, clara,
a volverme a mi origen, aun casi en el recuerdo.
Sueño que no será como el de ahora,
lleno de ávidos pozos, de agujeros
que de repente se abren a la nada;
porque tendrá, disuelta en su materia,
como nana de madre,
tu voz muda, la luz de tu existencia,
tapizando las salas de mi sueño.
No me pidas que cante cuando vengas.
Cansado estoy del canto. Tú has de ser la paz última
el blanco umbral de Dios...
Solo oirás mi silencio, como rumor de fuente,
como la paz de un lago, creada por tus manos,
trayéndote el reflejo de Dios para alabarte.
Confundidas las almas
en las anchas llanuras del silencio, en su noche
sin borde, esperaremos...
EL UMBRAL
Mírala aquí delante.
Es la playa donde empieza el extraño
mar de la realidad. Toma su mano breve
y déjate llevar sin preguntar.
Esta mirada clara
ya la habías soñado; este cabello
rubio tiene la luz de tu ilusión más niña,
y, sin embargo, nada se parece.
No te sirve, ahora tienes
que comenzar por la primera letra.
Anda, llama a tus sueños, amánsalos, resígnalos
a fermentar ya hacerse de verdad.
Y tú, sal de tu miedo
antiguo, corazón, pasa el umbral
sin agacharte, ten valor para la dicha,
acepta la hermosura; ya eres hombre.
Échate a las espaldas
tu cariño empeñado en ser amor,
tu ceguedad, tu mundo; toca a Dios en su peso,
única voz que de Él podrás sentir.
Anda, obedece y calla,
porque para eso fuiste siempre niño
bueno y sumiso; haciendo la costumbre y el símbolo
de esta nueva obediencia más profunda.
Sí, ahora eres digno
de la vida. Hasta ella te ha elevado
tu soñar doloroso de adolescencia, como
una oración que pide lo que ignora.
Y no por prepararte
-ya ves todo qué extraño, qué distinto-,
sino por esa gota de nobleza en los ojos
con que vas a aprender la realidad.
AIR MAIL
Amor, ya cada día es más otoño
sobre el mundo que nos aleja.
Cada tarde estoy más en mí, en tu imagen,
en mi secreta y suave hoguera.
Pero nuestras palabras, cuando vienen
milagrosas entre la niebla,
llegan mojadas de terror profético,
de miedo de ríos y aldeas.
No nos dejan hablar a solas, dentro
de nuestra complicidad tierna;
hay mucho ruido de locura y muerte,
el viento invade la voz nuestra.
Ay, sí; así: tendremos que aceptarlo,
ayudándonos la tarea
uno a otro como cuando empezábamos
la edad mayor de la obediencia.
Perdidos en el mundo, en los pequeños
Cristos que entre todos se llevan
la cruz, equivocándonos de espalda,
con el dolor de otro cualquiera.
Es el tiempo en que nuestro amor no debe
pensar qué será de él siquiera:
solo dejarnos juntos, ofrecidos
sobre el altar común a ciegas.
-Aquí estamos, Señor-, nos enseñábamos
uno a otro a rezar: ya llega
tras los ensayos la hora de decirlo,
y qué distinto suena y quema.
Pero aunque a esta lección nos ayudemos,
buenos compañeros de escuela,
no borres los cuadernos que escribíamos
otras mañanas más serenas.
Al ponernos de pie bajo los cielos,
prestos a todo, muerte, ausencia,
que el orgullo no diga que fue vana
la más chica brizna de hierba.
Al mirar hacia atrás, como ya estamos
juntos los dos, no vemos nuestras
porciones; nos fundimos con las gentes,
por las raicillas, con la tierra.
Y así aprendo que nunca ha sido inútil
la más vulgar palabra ajena;
tanto vivir en masa, aunque festín
de la muerte solo parezca.
Tú, amor, lo sabes bien; tus parpadeos
en la luz de Dios fijos quedan;
tu -sí- está resonando eternamente
tras la muralla de tiniebla.
Amor, amor, atiende bien, enséñame
mejor lo que te digo, que ésta
es la última lección del libro; luego
vivir, morir, lo que Dios quiera.
OH AMOR DESCONOCIDO, AMOR LEJANO...
Oh amor desconocido, amor lejano,
que ya no sé esperar como solía,
¿me guarda Dios la aurora todavía
y al despertar te encontraré en mi mano?
Ay, para que se cumpla algo en lo humano
cuántas casualidades en un día
se tienen que juntar en armonía;
cuántos intentos mueren en lo vano.
Mas ¿no existe, sencilla e inexplicable,
la rosa? ¿Es por difícil menos bella?
¿No es difícil el ser, y es verdadero?
Tú también puedes ser, con la inefable
solución de la planta y de la estrella;
y alzándome otro trecho, espero, espero.
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Escrito por Redacción