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Nació el 22 de mayo de 1808 en París, Francia. Poeta, ensayista y traductor francés. Catalogado como el más romántico de los poetas franceses. Se dice que la muerte de su madre marcó su vida y más propiamente dicho su vocación de escritor. Recibió su educación por parte de su tío abuelo en la campiña de Valois hasta el año 1814, en ese periodo hizo su libro Canciones y leyendas de Valois además de traducciones del alemán como el Fausto de Goethe. Trabajó como periodista, aprendiz de imprenta y ayudante de notario, entabló amistad e hizo algunas obras dramáticas con Alejandro Dumas y Víctor Hugo.
Viajó al Medio Oriente por Alejandría, El Cairo, Beirut, Constantinopla, Malta y Nápoles; de esta travesía dejó una serie de reportajes que publicó bajo el título Viaje al Oriente (1851) y un deterioro grave en su salud mental. Viajó a Europa donde conoció a Charles Dickens y empezó una vida de bohemia, miseria y locura que lo mantuvo en frecuentes internamientos en varios hospitales psiquiátricos, donde se dedicaba a leer numerosos libros de ocultismo, cábala y magia. Su salud y endeudamiento empeoraron a tal grado que el 26 de enero de 1855 se ahorcó en la la verja de la “rue de la Vieille-Lanterne” de París.
Dejó un corto legado de obras líricas. Entre sus principales obras destacan Viaje al Oriente (1851), Les Illuminés, ou les precurseurs du socialisme (1852), Las hijas del fuego (1854) y Aurelia (1855); además de un poemario Las quimeras (1854).
El desdichado
Versión de José Emilio Pacheco
Yo soy el tenebroso, el viudo inconsolado,
a mi abolida torre la desdicha me guía.
Cargo una muerta estrella y un laúd constelado,
son estos negros soles mi aciaga astronomía.
Bajo la áspera noche, tú que me has confortado,
devuélveme el oleaje y el mar al que cubría;
la herida en que se ahonda mi grito desolado,
el confín de la hiedra que a una rosa se alía.
Porque ignoro mi nombre deshice mis cadenas.
El beso de la reina en la frente me ha ungido.
Si he soñado en la gruta donde arden las sirenas,
también perdí mi sombra en el río de las penas,
mientras la órfica lira conciliaba en su olvido
el rumor de la virgen y algún canto perdido.
Fantasía
Existe una tonada por la que yo daría
todo Mozart, Rossini y todo Weber,
una vieja tonada, languideciente y fúnebre
que me trae a mí solo sus secretos encantos.
Cada vez que la escucho mi alma se hace
doscientos años -es sobre Luis Trece-
más joven; y creo ver cómo se extiende
una ladera verde que amarillea el ocaso,
luego un alcázar de ladrillo y piedra,
de vidrieras teñidas de colores rojizos
ceñido de amplios parques y a sus pies un arroyo
que entre las flores corre;
luego una dama, en su ventana altísima,
rubia, con ojos negros, de vestimenta antigua,
que en otra vida acaso ya hube visto
y de la cual me acuerdo.
¡Hombre! pensador libre...
¡Y bien! Todo es posible.
Pitágoras.
¡Hombre! Pensador libre, crees que solo tú piensas
en este mundo en que la vida estalla en todo:
de las fuerzas que tienes tu libertad dispone,
pero de tus consejos se desentiende el cosmos.
En las bestias respeta un espíritu activo...
cada flor es un alma abierta a la natura;
un misterio de amor en el metal reposa:
todo es sensible; ¡y todo sobre tu ser actúa!
Teme en el muro ciego una mirada espía:
a la materia misma un verbo está adherido...
No lo hagas servir para impíos menesteres.
Hay en el ser oscuro un Dios oculto a veces;
y, como ojo naciente cubierto por sus párpados,
un espíritu crece tras la piel de las piedras.
Nobles y criados
Esos nobles de antaño de que hablaban las gestas,
paladines tremendos de imponente semblante,
cuyos cuerpos dotados de unos huesos gigantes
parecían tener en el suelo raíces.
Si volvieran al mundo, si el antojo tuviesen
de ver los herederos de su nombre inmortal,
laridones verían frecuentando palacios
de ministros, estirpe degradada y rampante;
alfeñiques con faja, peto y muchos postizos;
solo entonces podrían entender esos nobles
que en los últimos tiempos a su sangre selecta
han mezclado sus hijas mucha sangre de criados.
Artemis
La treceava vuelve… vuelve a ser la primera;
y la única es siempre, o el único momento;
pues, tú, reina ¿quién eres? ¿la primera o la última?
Y, tú, rey ¿el amante único o el postrero?…
Amar a quien amé desde la cuna al féretro;
¡la que yo amaba solo aún me ama tiernamente!
Es la muerte o la muerta… ¡oh delicia! ¡Oh tormento!
La rosa que sostiene no es rosa, es Malvarrosa.
Santa napolitana de manos que son fuego,
rosa de alma violeta, flor de la santa Gúdula:
¿encontraste tu cruz en los cielos desérticos?
¡Rosas blancas, caed! que insultáis a mis dioses,
caed, fantasmas blancos, de vuestro cielo ardiente:
La santa del abismo es más santa a mis ojos.
A Madame Ida Dumas
Yo cantaba sentado a los pies de Miguel;
Mitra sobre nosotros su tienda había cerrado;
dormía el Rey de reyes en su lecho radiante,
y los dos entre sueños por Israel llorábamos
cuando en la nube ardiente se levantó Tippoo...
Venganza habían gritado tres veces junto al cielo;
él llamó desde arriba a mi hermano Gabriel,
y volvió hacia Miguel su pupila sangrante:
“Mirad venir el lobo, el tigre y el león...
Uno Ibrahim se llama, Napoleón el otro
y el otro Abd-el-Kader que en la pólvora ruge;
La espada de Alarico, de Atila el sable tienen...
Mi lanza y mi mandoble están allí también;
pero el César romano el rayo no ha robado”.
A Luisa D’or, reina
El patriarca temblando sacudía el universo.
Isis, la Madre, al fin se levantó del lecho,
hizo un gesto de odio a su feroz esposo,
y el ardor de otros tiempos brilló en sus ojos verdes.
“Miradle”, dice, “duerme ese viejo perverso,
todo el hielo del mundo por su boca ha pasado.
Cuidado con su pie, apagad su ojo bizco,
es rey de los volcanes y dios de los inviernos”.
“El águila ha pasado: Napoleón me llama;
he vestido por él el manto de Cibeles,
soy esposa de Hermes, soy hermana de Osiris…”
La diosa había escapado en su concha dorada;
el mar nos devolvía su idolatrada imagen,
e irradiaban los cielos bajo el echarpe de Iris.
A J- y Colonna
¿Conoces tú, oh Dafne, esta vieja romanza
al pie del sicomoro o bajo el moral blanco,
bajo el luctuoso olivo o los trémulos sauces,
esta canción de amor que siempre recomienza?
¿Reconoces el Templo del peristilo inmenso,
y los agrios limones que tus dientes mordían,
y la gruta, fatal al huésped imprudente,
que alberga el viejo germen de la sierpe vencida?
¿Sabes, tú, por qué allá el volcán volvió a abrirse
Por apenas rozarlo con nuestros pies un día,
y su polvo cubrió el lejano horizonte?
Cuando un duque normando os rompió los penates,
siempre bajo las palmas del panteón de Virgilio
la pálida hortensia se unió al laurel verde.
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Escrito por Redacción