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Poesía
Gabriela Mistral
Su obra, caracterizada por una concentrada construcción del lenguaje y una vocación trascendente que no evita el tono profético y el acento clásico.


Seudónimo de Lucila de María del Perpetuo Socorro Godoy Alcayaga, nació en Vicuña, Chile, el siete de abril de 1889. Su obra, caracterizada por una concentrada construcción del lenguaje y una vocación trascendente que no evita el tono profético y el acento clásico, se concentra en los libros Los sonetos de la muerte (1914); Desolación (1922); Tala (1938); Lagar (1954); y Poema de Chile (1967). Mención aparte merece su obra en prosa, donde aborda la contingencia de carácter social y político. Ejerció cargos diplomáticos en diversos países y fue Premio Nobel de Literatura en 1945. Falleció en Nueva York, el 10 de enero de 1957.

“Hubo en Gabriela Mistral coincidencia entre su obra y su vida. Nacida en un valle, vivió su infancia en comunión con la tierra y aprendió allí unas verdades primarias que nunca perdió. En ese valle fue asimilando una especie de América pequeña, en la que mucho de la grande estaba presente: el trópico, con sus árboles y pájaros sorprendentes –recuérdese el poema Todas íbamos a ser reinas– y con la dulzura casi sin estaciones del año tibio; el clima suave que hace crecer las viñas que humanizan el paisaje de Elqui, trepando hasta media falda de las montañas y, en el fondo, detrás de los huertos espesos como selva, la cordillera, la imagen de nuestra madre dura, sobre las aldeas pobladas por gente mestiza, muchas veces miserables” (Luis Oyarzún).

Al oído del Cristo

I

Cristo, el de las carnes en gajos abiertas;

Cristo, el de las venas vaciadas en ríos:

estas pobres gentes del siglo están muertas

de una laxitud, de un miedo, de un frío!

A la cabecera de sus lechos eres,

si te tienen, forma demasiado cruenta,

sin esas blanduras que aman las mujeres

y con esas marcas de vida violenta.

No te escupirían por creerte loco,

no fueran capaces de amarte tampoco

así, con sus ímpetus laxos y marchitos.

Porque como Lázaro ya hieden, ya hieden,

por no disgregarse, mejor no se mueven.

¡Ni el amor ni el odio les arrancan gritos!

II

Aman la elegancia de gesto y color,

y en la crispadura tuya del madero,

en tu sudar sangre, tu último temblor

y el resplandor cárdeno del Calvario entero,

les parece que hay exageración

y plebeyo gusto; el que Tú lloraras

y tuvieras sed y tribulación,

no cuaja en sus ojos dos lágrimas claras.

Tienen ojo opaco de infecunda yesca,

sin virtud de llanto, que limpia y refresca;

tienen una boca de suelto botón

mojada en lascivia, ni firme ni roja,

¡y como de fines de otoño, así, floja

e impura, la poma de su corazón!

III

¡Oh Cristo! El dolor les vuelva a hacer viva

l’alma que les diste y que se ha dormido,

que se la devuelva honda y sensitiva,

casa de amargura, pasión y alarido.

¡Garfios, hierros, zarpas, que sus carnes hiendan

tal como se parten frutos y gavillas;

llamas que a su gajo caduco se prendan

llamas como argollas y como cuchillas!

¡Llanto, llanto de calientes raudales

renueve los ojos de turbios cristales

les vuelva el viejo fuego del mirar!

¡Retóñalos desde las entrañas, Cristo!

Si ya es imposible, si tú bien lo has visto,

si son paja de eras… ¡desciende a aventar!

Vergüenza

Si tú me miras, yo me vuelvo hermosa

como la hierba a que bajó el rocío,

y desconocerán mi faz gloriosa

las altas cañas cuando baje al río.

Tengo vergüenza de mi boca triste,

de mi voz rota y mis rodillas rudas;

ahora que me miraste y que viniste,

me encontré pobre y me palpé desnuda.

Ninguna piedra en el camino hallaste

más desnuda de luz en la alborada

que esta mujer a la que levantaste,

porque oíste su canto, la mirada.

Yo callaré para que no conozcan

mi dicha los que pasan por el llano,

en el fulgor que da a mi frente tosca

y en la tremolación que hay en mi mano...

Es noche y baja a la hierba el rocío;

mírame largo y habla con ternura,

¡que ya mañana al descender al río

lo que besaste llevará hermosura!

Desolación

La bruma espesa, eterna, para que olvide dónde

me ha arrojado la mar en su ola de salmuera.

La tierra a la que vine no tiene primavera:

tiene su noche larga que cual madre me esconde.

El viento hace a mi casa su ronda de sollozos

y de alarido, y quiebra, como un cristal, mi grito.

Y en la llanura blanca, de horizonte infinito,

miro morir intensos ocasos dolorosos.

¿A quién podrá llamar la que hasta aquí ha venido

si más lejos que ella solo fueron los muertos?

¡Tan solo ellos contemplan un mar callado y yerto

crecer entre sus brazos y los brazos queridos!

Los barcos cuyas velas blanquean en el puerto

vienen de tierras donde no están los que son míos;

sus hombres de ojos claros no conocen mis ríos

y traen frutos pálidos, sin la luz de mis huertos.

Y la interrogación que sube a mi garganta

al mirarlos pasar, me desciende, vencida:

hablan extrañas lenguas y no la conmovida

lengua que en tierras de oro mi vieja madre canta.

Miro bajar la nieve como el polvo en la huesa;

miro crecer la niebla como el agonizante,

y por no enloquecer no encuentro los instantes,

porque la noche larga ahora tan solo empieza.

Miro el llano extasiado y recojo su duelo,

que vine para ver los paisajes mortales.

La nieve es el semblante que asoma a mis cristales:

¡siempre será su albura bajando de los cielos!

Siempre ella, silenciosa, como la gran mirada

de Dios sobre mí; siempre su azahar sobre mi casa;

siempre, como el destino que ni mengua ni pasa,

descenderá a cubrirme, terrible y extasiado.

La tierra

Niño indio, si estás cansado,

tú te acuestas sobre la Tierra,

y lo mismo si estás alegre,

hijo mío, juega con ella...

Se oyen cosas maravillosas

al tambor indio de la Tierra:

se oye el fuego que sube y baja

buscando el cielo, y no sosiega.

Rueda y rueda, se oyen los ríos

en cascadas que no se cuentan.

Se oyen mugir los animales;

se oye el hacha comer la selva.

Se oyen sonar telares indios.

Se oyen trillas, se oyen fiestas.

Donde el indio lo está llamando,

el tambor indio le contesta,

y tañe cerca y tañe lejos,

como el que huye y que regresa...

Todo lo toma, todo lo carga

el lomo santo de la Tierra:

lo que camina, lo que duerme,

lo que retoza y lo que pena;

y lleva vivos y lleva muertos

el tambor indio de la Tierra.

Cuando muera, no llores, hijo:

pecho a pecho ponte con ella

y si sujetas los alientos

como que todo o nada fueras,

tú escucharás subir su brazo

que me tenía y que me entrega,

y la madre que estaba rota

tú la verás volver entera.

 


Escrito por Redacción


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