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El pop-art, de difícil definición, es a grandes rasgos un movimiento artístico del Siglo XX que se caracterizó por la representación de imágenes populares que buscaban reflejar la cotidianeidad de la forma más objetiva posible. Un ejemplo de pop-art es la serie de pinturas de las latas de conserva de Andy Warhol o su famosa interpretación de Marilyn Monroe.
Se sabe del apoyo que esta corriente artística recibió de los aparatos de inteligencia de Estados Unidos (EE. UU.), que estaban interesados en utilizar esta forma de expresión para oponerla al arte comunista. Pero lo más interesante de la lucha de esta moderna tendencia fue la que intentó librar contra otra corriente, que no podría calificarse como revolucionaria: el arte abstracto.
Esta última fue muy contraria al pop-art y pretendió ser simplísima al grado de que no le importa la representación de objetos del mundo real. La intención es alejarse lo más posible de lo terrenal y, de este modo, poner el acento en la sobre-interpretación de la obra, una de las formas del subjetivismo en el arte.
Sin embargo, la contradicción entre estas corrientes artísticas no es tan sencilla como parece pues, aunque contrarias en la forma, son muy similares en el contenido.
Un pasaje peculiar ilustra esta curiosa lucha entre las dos posturas artísticas. En la Exposición Internacional de Venecia (Bienal, según sus siglas) de 1964, se enfrentaron dos exponentes de las distintas expresiones. Dichos artistas venían de un contexto en donde el pop-art estadounidense intentaba ganar terreno al abstraccionismo, radicado desde hacía tiempo en la escuela francesa. Querían, según la expresión de dichos artistas, “mudar la capital del arte” de Francia a EE. UU. Y no era que les interesara tanto el desarrollo artístico, como se puede ver en la utilización del arte moderno como contrapeso a las tendencias comunistas, sino que les interesaba que se valorara el arte de su país y garantizar que la bolsa invirtiera en obras de arte. Este uso mercantil de la nueva corriente justificaba el enorme monto de dinero invertido por millonarios estadounidenses en la prensa y la publicidad, esencial para impulsar el gusto por el nuevo arte. Quedaba conquistar la opinión internacional, que finalmente se logró ganando la exposición de la Bienal de 1964.
Quien participó como representante del naciente pop-art fue Robert Rauschenberg y obtuvo el premio pese a los gritos de protesta de los adversarios quienes “se declararon defensores de lo viejo, del buen humanismo en contra del barbarismo del nuevo mundo” como consta en las declaraciones publicadas en el semanario L´Express. Sin embargo, esta enemistad no duró mucho, pues los inversionistas del arte abstracto temían que se depreciara su colección y empezaron a inyectarle nuevamente dinero.
La peculiaridad de esta disputa se reveló en las ideas estéticas que, claro que existía, porque las impulsaban intereses con un específico sello económico. El discurso estético fue utilizado a conveniencia; a los abstraccionistas no les molestó declararse defensores de lo viejo, porque ellos habían dado la batalla en favor de la libertad de expresión, criticando el viejo realismo que no permitía el alejamiento de la representación de los objetos para la creación artística.
El arte abstracto francés aprendió rápido y empezó a fusionarse con las modernas corrientes; pronto estuvo en los podios de las exposiciones y concursos internacionales y se olvidó de su discurso estético anterior. Cuando se tienen intereses comunes no es tan difícil llegar a un acuerdo que salve al amigo, por muy contrarios que aquéllos sean en la forma y el discurso estético.
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Escrito por Jenny Acosta
Maestra en Filosofía por la Universidad Autónoma Metropolitana.