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Víctor Hugo
Hasta su muerte, Víctor Hugo fue una de las figuras tutelares de la recuperada República, así como una indiscutible referencia literaria. Entre sus obras destacan El noventa y tres (1874) y El arte de ser abuelo (1877).
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Nació el 26 de febrero de 1802 y murió el 22 de mayo de 1885. Fue el menor de tres hijos varones; su infancia transcurrió en Besançon, Francia; en 1813 se trasladó a París junto a su madre y el 12 de octubre de 1822 contrae matrimonio con Adèle Foucher, una amiga de la infancia, con la que tuvo cinco hijos; su primera hija, Leopoldine, murió trágicamente en Villequier, ahogada en el río Sena junto a su marido Charles Vacquerie, tras el naufragio de su barco en 1843.

Siendo todavía un niño aparecieron sus primeras poesías, cinco años después publicó su primer volumen: Odas y poesías diversas (1822) y su primera novela Han de Islandia (1823). De esta época son notables sus obras históricas, claves para el desarrollo del romanticismo francés, como Cromwell (1827). En cuanto al teatro, la obra que le dio la fama fue Hernani (1830) adaptada a la ópera por Verdi. Entre los años 1829-1843 escribió obras de gran éxito. De este periodo es la novela histórica Nuestra Señora de París (1831); en Claude Gueux (1834), condenaba los sistemas penal y social de la Francia de su tiempo. Además escribió volúmenes de poesía lírica entre los que destacan Las Orientales (1829), Hojas de otoño (1831), Los cantos del crepúsculo (1835) y Voces interiores (1837). Sus obras teatrales más destacadas son El rey se divierte (1832), el drama en prosa Lucrecia Borgia (1833) y el melodrama Ruy Blas (1838). Su obra Les Burgraves (1843) fracasó notablemente. Desde este fracaso y hasta su exilio, Víctor Hugo no escribió nada más sobre teatro.

En 1851, tras la derrota republicana, se vio obligado a exiliarse en Bélgica; en 1855 comenzó un exilio de 15 años en la isla de Guernesey durante el que escribió la sátira, Napoleón el pequeño (1852), los poemas satíricos Los castigos (1853), el libro de poemas líricos Las contemplaciones (1856) y el primer volumen de su poema épico La leyenda de los siglos (1859-1883); en esa época completó Los miserables (1862), novela que describe y condena la injusticia social de su tiempo. A la caída del II Imperio en 1870 regresó Francia donde fue electo en la Asamblea Nacional y algún tiempo después para el Senado. En los últimos 15 años de su vida publicó El noventa y tres (1874), novela sobre la Revolución Francesa y El arte de ser abuelo (1877), conjunto de poemas líricos acerca de su vida familiar. Hasta su muerte fue una de las figuras tutelares de la recuperada República, así como una indiscutible referencia literaria. Falleció el 22 de mayo de 1885, en su residencia particular “La Princesse de Lusignan”. La Tercera República Francesa lo honró a su muerte con un funeral de Estado, y sus restos fueron inhumados en el Panteón de París.

 

OCEANO NOX

¡Ay!, ¡cuántos capitanes y cuántos marineros

que buscaron, alegres, distantes derroteros,

se eclipsaron un día tras el confín lejano!

Cuántos ¡ay!, se perdieron, dura y triste fortuna,

en este mar sin fondo, entre sombras sin luna,

y hoy duermen para siempre bajo el ciego oceano.

 

¡Cuántos pilotos muertos con sus tripulaciones!

La hojas de sus vidas robaron los tifones

y esparciólas un soplo en las ondas gigantes.

Nadie sabrá su muerte en este abismo amargo.

Al pasar, cada ola de un botín se hizo cargo:

una cogió el esquife y otra los tripulantes.

 

Se ignora vuestra suerte, oh cabezas perdidas

que rodáis por las negras regiones escondidas

golpeando vuestras frentes contra escollos ignotos.

¡Cuántos padres vivían de un sueño solamente

y en las playas murieron esperando al ausente

que no regresó nunca de los mares remotos!

 

En las veladas hablan a veces de vosotros.

Sentados en las anclas, unos fuman y otros

enlazan vuestros nombres –ya de sombra cubierta–

a risas, a canciones, a historias divertidas,

o a los besos robados a vuestras prometidas,

¡mientras dormís vosotros entre las algas yertos!

 

Preguntan: “¿Dónde se hallan? ¿Triunfaron? ¿Son felices?

¿Nos dejaron por otros más fértiles países?”

Después vuestro recuerdo mismo queda perdido.

Se traga el mar el cuerpo y el nombre la memoria.

Sombras sobre las sombras acumula la historia

y sobre el negro oceano se extiende el negro olvido.

 

Pronto queda el recuerdo totalmente borrado.

¿No tiene uno su barca, no tiene otro su arado?

Tan sólo vuestras viudas, en noches de ciclones,

aún hablan de vosotros –ya de esperar cansadas–

moviendo así las tristes cenizas apagadas

de sus hogares muertos y de sus corazones.

 

Y cuando al fin la tumba los párpados les cierra,

nada os recuerda, nada, ni una piedra en la tierra

del cementerio aldeano donde el eco responde,

ni un ciprés amarillo que el otoño marchita,

ni la canción monótona que un mendigo musita

bajo un puente ya en ruinas que su dolor esconde.

 

¿En dónde están los náufragos de las noches oscuras?

¡Sabéis vosotras, ¡olas! , siniestras aventuras,

olas que en vano imploran las madres de rodillas!

¡Las contáis cuando avanza la marea ascendente

y esto es lo que os da aquella voz amarga y doliente

con que lloráis de noche golpeando en las orillas!

 

Veni, vidi, vixi

Demasiado he vivido, ya que en medio de lutos

ando sin encontrar el apoyo de un brazo,

ya que apenas sonrío cuando estoy entre niños,

ya que ver unas flores ni siquiera me alegra.

 

Ya que cuando en abril Dios convida a su fiesta,

taciturno presencio tan espléndido amor;

porque ya soy un hombre que rehuye la luz

y que siente de todo la tristeza secreta.

 

Ya que ha sido vencida la esperanza en mí mismo;

ya que en esta estación de perfumes y rosas

¡oh, hija mía!, suspiro por tu oscuro reposo.

Muerto está el corazón, demasiado he vivido.

 

No he querido negarme al quehacer en la tierra.

¿Surco propio? Aquí está. ¿Mi gavilla? Ésta es.

Sonriendo he vivido, cada vez más humano,

siempre en pie, más mirando hacia donde hay misterio.

 

Hice cuanto podía: he servido, he velado,

se han reído a menudo de mi pena y esfuerzo.

Me asombraba saber que era objeto del odio

tras de mucho sufrir, tras de mucho trabajo.

 

En la cárcel terrena donde no hay ala abierta.

sin quejarme, sangrando y caído por tierra,

triste, exhausto, el escarnio de los otros forzados

yo llevé mi eslabón de la eterna cadena.

 

Pero ahora tan solo entreabro los ojos,

ni me vuelvo siquiera cuando me oigo nombrar;

el hastío y el pasmo me dominan, como alguien

que abandona su lecho sin haberse dormido.

 

En mi amarga pereza no me digno increpar

a la boca envidiosa que conmigo se ensaña.

¡Oh, Señor! Que las puertas de la noche se me abran,

para que al fin me vaya, para que me oscurezca.

 

Si pudiéramos ir

Él decía a su amada: si pudiéramos ir

los dos juntos, el alma rebosante de fe,

con fulgores extraños en el fiel corazón,

ebrios de éxtasis dulces y de melancolía,

 

hasta hacer que se rompan los mil nudos con que ata

la ciudad nuestra vida; si nos fuera posible

salir de este París triste y loco, huiríamos;

no se adónde, a cualquier ignorado lugar,

 

lejos de vanos ruidos, de los odios y envidias,

a buscar un rincón donde crece la hierba,

donde hay árboles y hay una casa chiquita

con sus flores y un poco de silencio, y también

 

soledad, y en la altura cielo azul y la música

de algún pájaro que se ha posado en las tejas,

y un alivio de sombra... ¿crees que acaso podemos

tener necesidad de otra cosa en el mundo?

 

El proceso a la revolución

Cuando citáis, jueces, ante las barras

a la Revolución, que fue dura y bárbara

y feroz al punto de cazar los búhos

y que, sin respetar faquires, derviches, morabitos

molestó a todas las gentes de iglesia y puso en fuga,

sin miramientos, al abad y al jesuita,

la cólera os domina.

 

Sí, es verdad, desde entonces

el hombre-rey, el hombre-dios, fantasmas de las cumbres,

se esfuman, se vuelven guerreros, legiones papales;

un viento misterioso sopla sobre estas frentes pálidas;

y vosotros, los del tribunal, os indignáis.

¡Cuánto duelo!, las negras breñas están de lágrimas bañadas,

las fiestas de la noche voraz han terminado;

el mundo tenebroso expira, ¡cuánto luto!

Se hace el día, ¡es horrible! El murciélago

está ciego y la garduña vaga dando gritos;

el gusano pierde su esplendor; ay, el zorro llora;

bestias que a la tarde salían a cazar en el instante

en el que el pequeño pájaro se aletarga acosado;

la desolación de los lobos colma los bosques;

los espectros oprimidos no saben ya qué hacer.

Si eso continúa, y si esta luz

persiste en aterrar al pigargo y al cuervo,

el vampiro morirá de hambre en la tumba;

el rayo, sin piedad, apresa a la sombra y la devora...

Oh, jueces, juzgáis los crímenes del alba.


Escrito por Redacción


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