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RUBÉN BONIFAZ NUÑO. 12 de noviembre de 1923 – 31 de enero de 2013. Nació en Córdova, Veracruz. Recibió el título de abogado en la Ciudad de México en 1950. Profesor de Latín en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. Académico de la Lengua. Director de Publicaciones de la Universidad y Coordinador de Humanidades. Traductor del latín, a él se deben las ediciones de Ovidio, Catulo y Virgilio, entre otros autores latinos. Su extensa obra comprende estudios sobre pintura, como el dedicado a la obra de Ricardo Martínez, y libros de poesía: La muerte del ángel (1945), Poética (1951), Ofrecimiento Romántico (1945), Imágenes (1953), Los demonios y los días (1956), El manto y la corona (1958), Canto llano a Simón Bolívar (1959), El dolorido sentir (1960), Fuego de pobres (1961), Siete de espadas (1966), El ala del tigre (1969), entre otros; así como los ensayos Imagen de Tláloc y El cercado cósmico. De la Venta a Tenochtitlán, con fotografías de Fernando Robles (1985).
DIEZ SONETOS AMOROSOS
I
Si acaso te encontrara, no me digas
que estamos muertos ya; no digas nada.
Que en mi dolor descienda tu mirada
como el verano sobre las espigas.
Desde el callado amor con que me ligas,
la imagen tocaré, deshabitada,
de lo que fuiste, y la hallaré murada
de soledad y sombras enemigas.
No me digas que nada permanece;
nada, sino penumbras y despojos
y un silencio nostálgico y desnudo.
Y como en un recuerdo que aparece
inadvertidamente, iré a tus ojos
con la absurda caricia de un saludo.
II
En ti vive este amor que no quisiste
–callada lumbre, sí. No lumbre vana–.
Sí. ¿Por qué no decirlo? En ti, lejana,
mi amor está en silencio, pero existe.
Lo has de escuchar, tal vez, cuando una triste
niebla mires flotando en tu ventana,
que abrirás al impulso, una mañana,
del recordado sueño que perdiste.
Y en la desoladora cercanía
del alba gris, mortaja de corolas,
él te dará lo mismo que posees.
El mismo impulso de melancolía
que nace en tu sonrisa, cuando a solas
una amorosa antigua carta lees.
III
Un aroma tenaz de rosas muertas
despertará mi voz en tu memoria,
cuando llegue -ternura migratoria-
al umbral solitario de tus puertas.
Quizá otra vez mis sílabas desiertas
puedan lograr la efímera victoria
de ser dulzura blanda, y transitori
tristeza en tus pupilas -ay- despiertas.
Más tú sabrás que solo soy oscura
desolación, ceguera de un instante
definitivamente consumido.
Y todo será igual: leve amargura,
nostalgia, dulce júbilo distante,
y una rosa de paz en el olvido.
IV
Alguna vez te alcanzará el sonido
de mi apagado nombre, y nuevamente
algo en tu ser me sentirá presente:
más no tu corazón; solo tu oído.
Una pausa en la música sin ruido
de tu luz ignorada, inútilmente
ha de querer salvar mi afán doliente
de la amorosa cárcel de tu olvido.
Ningún recuerdo quedará en tu vida
de lo que fuera breve semejanza
de tu sueño y mi nombre y la belleza.
Porque en tu amor no alentará la herida
sino la cicatriz, y tu esperanza
no querrá saber más de mi tristeza.
V
Nadie llamó. Silencio. Abrí la puerta
y estabas tú. Recuerdo: te cercaba,
ya desde entonces, una luz que daba
al alma el centro de una dicha incierta.
Y te vi, te nombré, y en la desierta
desolación del tiempo que pasaba
te alzaste para siempre. Todo acaba;
dura solo tu imagen descubierta.
Está lejos, relumbras en tu risa
pensando no sé en qué; lejos, ausente,
y gozo y paz y voz y luz repartes.
Pero tu imagen brilla en la sumisa
sombra de la memoria; está presente
conmigo, sola y siempre. En todas partes.
VI
Te lo habrás dicho ya: que nadie muere
de ausencia, que se olvida, que un lamento
se repara con otro, y es el viento
o la raya en el agua que se hiere.
Y esta sed miserable que no quiere
perderte, acabará; y el pensamiento
por tanto tiempo tuyo, en un momento;
aunque hoy se aferre y grite y desespere.
Si todo se ha de ir, ¿por qué llegaste?
¿Por qué, si no me quieres, me has querido?
¿Me has curado tan solo para herirme?
Así fue; te tuviste y me dejaste;
nada me quedará: te he recibido
no más que para verte y despedirme.
VII
Mi amor, el aire, octubre, la ceguera
de tus ojos. Es tarde. No lo viste,
no lo conoces; piensas que no existe,
y mi amor está en sombras y te espera.
El corazón, que sabe, lo quisiera
decir: es solo un sueño que persiste;
fue solo anuncio del otoño triste
la verde lumbre de la primavera.
La cima de los árboles descubre,
cada vez más, el cielo que se aclara:
bajan las hojas en la tarde fría.
Mayo contigo me ha mirado, octubre
me quiebra sin remedio; nos separa;
y yo pienso en tus ojos todavía.
VIII
Una pared manchada, un polvoriento
olor a musgo, una ventana muerta;
el calor de tu cuerpo, que despierta
como rescoldos mansos contra el viento.
Y una voz resquebrada y sin aliento
que te llama de lejos. Descubierta
saldrás temblando, y cerrarás la puerta
detrás de ti con sordo movimiento.
Ha de ser tarde en tu dolor. La insana
púrpura gris de un cielo trastornado
mueve el silencio por las mismas calles.
Y buscarás, herida con lejana
ternura el corazón desconsolado;
y no será mi amor lo que tú halles.
IX
No han de volver tus ojos al baldío
espacio de mis ojos, ni la oscura
densa luz de tu mano a mi amargura,
ni tu silencio acordarás al mío.
Pero algo en mí te formará: del frío
de cada amanecer, en la espesura
de los párpados quietos; de la impura
nostalgia ciega, en el dolor vacío.
Cuando la noche se adelgaza, pienso
en ti: la sombra en tus cabellos flojos
y apenas la sonrisa que tuviste.
Y llegas como niebla o como incienso
o como llanto a solas, y en tus ojos
mudos me envuelves, y en tu boca triste.
X
Hay un adiós. Hay una desbandada
oscura, y un rumor de golondrinas.
Acontecen tus ojos: te iluminas
desde tu corazón a tu mirada.
Todo en torno de ti se esfuma, y cada
cosa ocupa un lugar que no adivinas;
un horizonte lívido de ruinas
cierra tu pesadumbre desolada.
En vano por mis sueños –hecha nudo
la garganta– con voz y con memoria
querré asirte, mudarte, detenerte:
Tú no regresarás. Con el desnudo
secreto de tu dicha transitoria
te irás quedando sola. Y con tu muerte.
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Escrito por Redacción