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No es ninguna novedad afirmar que Estados Unidos (EE. UU.) ya no ocupa el lugar de superpotencia única que tenía hasta hace una década; como tampoco lo es aseverar que China se ha convertido en un actor importante en la arena internacional. Prácticamente cualquier indicador que se considere para hacer mediciones entre EE. UU. y China arroja el mismo resultado: EE. UU. está en declive y China va en ascenso. Uno de los académicos que analizan este proceso es Sebastián Schulz, sociólogo argentino estudioso del papel de China en las relaciones internacionales. Schulz coloca el concepto gramsciano de “hegemonía” como centro de su análisis y propone entender el ascenso de China a partir de esa clave analítica. Desde esta perspectiva, presenciamos una transición hegemónica global: de la hegemonía de EE. UU. a la hegemonía de China.
En el terreno de las relaciones internacionales, la hegemonía se entiende como la dirección intelectual y moral que ejerce un Estado para orientar al sistema internacional hacia una dirección deseada. En otras palabras, se habla de hegemonía cuando un Estado logra presentar su interés particular como si fuera el interés general de los otros Estados. El actor que ejerce su hegemonía tiene la capacidad de construir un orden internacional estable, que pueda perpetuarse en el tiempo y que sea visto como deseable por los demás actores. Por otro lado, la hegemonía no solo consiste en el convencimiento o la dirección intelectual, sino que se apoya en herramientas de disciplina material para ejercer violencia. La hegemonía es el consenso revestido de la coerción.
La hegemonía estadounidense se reconoce como tal al término de la Segunda Guerra Mundial. En esa época, EE. UU. era el centro del dinamismo económico mundial; colocó al dólar como la moneda global; impulsó exitosamente al capitalismo como el sistema económico de la humanidad; posicionó a la democracia liberal como única forma de gobierno legítima; y fue después de la Segunda Guerra Mundial (en Bretton Woods), cuando EE. UU. construyó las instituciones de gobernanza global que todavía operan. Por un lado, estaban el estilo de vida estadounidense, el Plan Marshall y la vanguardia tecnológica y, por el otro, todo el aparato militar listo para aplastar a los disidentes.
Pero la hegemonía es transitoria. Así como comienza en una época, necesariamente acaba en otra. Históricamente, los actores que se posicionaron como hegemónicos en un primer momento se configuraron como oposición a una hegemonía establecida. En el caso de EE. UU., el país desempeñó el papel de “contrahegemonía” de Gran Bretaña durante varios años, prácticamente desde su independencia hasta la Segunda Guerra Mundial. Pero la transición hegemónica entre Gran Bretaña y EE. UU. no corresponde a todo el periodo que va de 1776 a 1945, sino que se concentra en las dos guerras mundiales. Fue en las tres décadas que van de 1918 a 1945 cuando el centro hegemónico mundial se deslizó del norte de Europa al norte de América.
La nueva transición global que presenciamos apunta hacia China como el nuevo actor hegemónico. EE. UU. ya no es el centro del dinamismo económico, la democracia liberal sufre fuertes cuestionamientos, las instituciones de gobernanza mundial se han vuelto ineficaces, está perdiendo la vanguardia tecnológica y su aparato militar se ha visto débil en escenarios como Irak, Afganistán y Siria. Desde la primera década de este siglo, EE. UU. ha experimentado una crisis de hegemonía que se expresa en la pérdida progresiva del consenso y la coerción en el sistema internacional, a lo que se suman la pandemia de Covid-19 y la guerra en Ucrania. Desde una perspectiva histórica, la transición hegemónica de EE. UU. a China puede tomar un par de décadas, pero es mera cuestión de tiempo.
En este escenario, preocupa la política exterior seguida por el gobierno de Andrés Manuel López Obrador. En lugar de buscar un mayor entendimiento con la potencia emergente, o con los países latinoamericanos con los que México comparte algunas problemáticas, así como rasgos económicos, históricos y culturales, López Obrador ha optado por acercarse más a EE. UU. Al país no le conviene fortalecer su alianza con una potencia en declive. México puede aprovechar esta transición hegemónica mundial para plantear nuevas estrategias de desarrollo: abandonar la dependencia del norte y estrechar las relaciones con América Latina para impulsar una agenda conjunta ante el ascenso de China. La reconfiguración de la geopolítica mundial es una ola que México puede aprovechar para relanzar al país. En esta coyuntura, echar nuestra suerte con la del vecino del norte es la peor política exterior posible.
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Escrito por Carlos Ehécatl
Maestro en Estudios de Asia y África, especialidad en China, por El Colegio de México.