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Los cuatro jinetes del Apocalipsis, de Vicente Blasco Ibáñez (II de II)
En voz de un socialista ruso exiliado en París, Blasco Ibáñez afirma que el emperador de Alemania Guillermo II consideraba a la guerra como “la primera función de un pueblo y la más noble de las ocupaciones”.
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Guillermo II tenía un “dios alemán” que era guerrero imperialista.

En voz de Tehernoff, el agudo socialista ruso exiliado en París, Blasco Ibáñez afirma que el emperador de Alemania Guillermo II, quien empezó la Primera Guerra Mundial (1914-1918), había creído en un “dios alemán” que era reflejo del Estado y consideraba a la guerra como “la primera función de un pueblo y la más noble de las ocupaciones”. Tehernoff agrega: “Yo conozco sermones alemanes probando que Jesús fue partidario del militarismo. El orgullo germánico, la convicción de que su raza está destinada providencialmente a dominar el mundo, ponía de acuerdo a protestantes, católicos y judíos... por encima de sus diferencias de dogma está el dios del Estado, que es alemán, el dios guerrero, al que tal vez Guillermo II a estas horas llama mi respetable aliado”.

Sin embargo, la crítica más fuerte del escritor español está dirigida contra los militares alemanes de clases y nivel académico altos: catedráticos, abogados, ingenieros, científicos, filósofos y creadores o cultores de arte. Les reprocha su falta de humanidad e incapacidad para resistir la brutalidad animal que muchos humanos llevan dentro. Hace esta denuncia con la voz interior de Marcelo Desnoyers cuando se halla frente a la tumba de su hijo Julio:  

“Algunos de ellos, los más ilustrados y terribles, ostentaban en el rostro las teatrales cicatrices de los duelos universitarios. Eran soldados que llevaban libros en la mochila y después del fusilamiento de un lote de campesinos o del saqueo de una aldea se dedicaban a leer a poetas y filósofos al resplandor de los incendios. Hinchados de ciencia, con la hinchazón del sapo, orgullosos de su intelectualidad pedantesca y suficiente, habían heredado la dialéctica pesada y tortuosa de los antiguos teólogos. Hijos del sofisma y nietos de la mentira, se consideraban capaces de probar los mayores absurdos con las cabriolas mentales a que los tenía acostumbrados su acrobatismo intelectual. El método favorito de las tesis, antítesis y la síntesis lo empleaban para demostrar que Alemania debía ser señora del mundo; que Bélgica era culpable de su ruina por haberse defendido; que la felicidad consiste para los humanos en vivir regimentados a la prusiana sin que se pierda ningún esfuerzo; que el supremo ideal de la existencia consiste en el establo limpio y pesebre lleno; que la libertad y la justicia no representan sino representaciones del romanticismo francés; que todo hecho consumado resulta santo desde el momento que triunfa, y el derecho es simplemente un derivado de la fuerza. Estos intelectuales con fusil se consideraban los paladines de una cruzada civilizatoria. Querían que triunfase definitivamente el hombre rubio sobre el moreno; deseaban esclavizar al despreciable hombre del sur, consiguiendo para siempre que el mundo fuese dirigido por los germanos, ‘la sal de la tierra’, la ‘aristocracia de la humanidad’. Todo el sentido de la historia era un valor alemán. Los antiguos griegos habían sido de origen germánico; alemanes también los grandes artistas del Renacimiento italiano. Los hombres del Mediterráneo, con la maldad propia de su origen, habían falsificado la historia”.


Escrito por Ángel Trejo Raygadas

Periodista cultural


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