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El viejo priismo ha muerto, uno nuevo renace. Y en ese claroscuro surgen los monstruos. La decrepitud política del Partido de la Revolución Institucional (PRI) es palmaria e innegable. La debacle catastrófica del 1º de julio de 2018, todavía resuena en Insurgentes Norte 59. Con el triunfo del Movimiento Regeneración Nacional (Morena) y la suicida estrategia de Acción Nacional (PAN), el PRI quedó relegado a la tercera fuerza política con riesgo de una muerte fulminante. Los ecos de la derrota, a la que solo sobrevivieron los gobernadores de los estados en donde no hubo elección, invitaron a realizar una depuración interna de sus miembros, una revisión consciente de sus principios fundacionales y una autocrítica de su paso por Los Pinos. El panorama se antojaba como para una revolución interna, pero nada, la respuesta ante la crisis fue parchar la gestión de Enrique Ochoa Reza con la de Claudia Ruiz Massieu, política de abolengo (rancio), pero sin responsabilidad memorable en su currículum.
La reforma que se planteó para renovar el Comité Ejecutivo del PRI evidenció lo que ya sabíamos: era un tigre de papel ¿Quién se imaginaría que el partido de los “hombres fuertes” terminaría con tan poca dignidad? Es como ver al villano de la película suplicando clemencia por su vida en lugar de aceptar su “sino” con orgullo y gallardía. Pues en lugar de afrontar la derrota con unidad para refundarse, se impuso el transfuguismo (las ratas son las primeras en abandonar el barco) y el oportunismo (los buitres aprovecharon el cadáver para satisfacer su necesidad de carroña). Y de nuevo nada. Cada brazada que dan los hunde más en el suelo pantanoso cultivado por ellos mismos.
Al final de la tempestad, lo que el viento no se llevó fue una correlación de fuerzas que ni en el peor de los escenarios los dinosauros priistas se imaginaron. Al escampar, el partido se contempló frente a un espejo, en su desnudez ridícula y todo a su alrededor devastado. Lo que quedó se asemeja a la atomización política del feudalismo. Cada quién se tiene que rascar con sus uñas. Sin el centralismo que garantizaba el poder político, cada fracción interna y cada gobernador en funciones se avista como pequeño reyezuelo con una cuota de poder y un feudo en donde su voz es autoridad absoluta.
Uno de los náufragos sobrevivientes es el gobernador de Hidalgo, Omar Fayad. En él quizás encarna la síntesis de la tendencia bonapartista liliputiense de la vieja aristocracia priista. Si quieres conocer la decadencia de una época más que sus museos, dice el periodista Daniel Bernabé, visita sus vertederos. En los primeros encontrarás simulacros de bonanza y prosperidad ficticias; en los segundos el descarnado y cínico esqueleto expuesto sin el velo de la ilusión.
Omar Fayad se ha encargado de gobernar al estilo del antiguo régimen europeo. Como si su poder emanara no de la soberanía popular, sino del mandato divino y él fuera representante de alguna deidad tutelar de la Huasteca. Imagina que gobierna un despota oriental teocrático y que a la menor provocación de la oposición social, puede hacer uso de su guardia pretoriana para disolverla.
Se le olvida que en un sistema democrático una de las garantías que tiene la ciudadanía es la protesta. Cuando un individuo, un colectivo o una organización social son atacados personalmente por el encargado del poder estatal, lo lógico es que se inconformen y lo manifiesten. Pero a Omar Fayad le parece que esto no cabe en su apacible feudo. Nadie puede rebasar su autoridad pues él, en su magnanimidad y generosidad, decide por todos en Hidalgo.
También se le olvida que en democracia es lícita la libre organización. Pero él no lo entiende así. Si no, ¿por qué impidió, con la fuerza pública, el traslado de miles de campesinos del Movimiento Antorchista Nacional a la capital del estado para marchar en contra de su gobierno?, ¿por qué persigue a los activistas, difusores, colectores o líderes populares de Antorcha?, ¿por qué desoye el plantón fuera del Palacio de Gobierno?
Todas estas actitudes no pasan desapercibidas por la sociedad hidalguense ni para los ciudadanos de todo el país. Y aunque se vea a sí mismo como el César Augusto de la Huasteca, en realidad está labrando el terreno para su propia ruina política. Le vendría bien recordar (o conocer) unos versos magistrales de José Emilio Pacheco:
El Domador dice que no:
él no tortura a sus bestias.
Su método infalible es la persuasión,
su recompensa el cariño.
“Con gusto posaré para sus fotos.
Me encanta retratarme con las panteras,
ver cómo tiembla el tigre cuando empuño mi látigo.”
¿Pueden negarlo? El Circo es el Estado perfecto.
Cuando él termina de hablar
el silencio no colma el Circo:
se oyen protestas entre rejas.
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Escrito por Aquiles Celis
Maestro en Historia por la UNAM. Especialista en movimientos estudiantiles y populares y en la historia del comunismo en el México contemporáneo.