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Nuestra cultura sufre hoy un nuevo proceso de conquista. Junto con la política, la economía y los recursos naturales, nuestras formas más íntimas de pensar y crear van pasando también, poco a poco, a voluntades ajenas, extrañas.
Decía Octavio Paz que cuando una civilización entra en descomposición, lo primero que se corrompe es el lenguaje. No solo el lenguaje –debemos ampliar hoy– sino la cultura toda. Los aires revitalizantes engendrados por las convulsiones nacionales con que vimos nacer el siglo XX agotaron su voz demasiado pronto; en un tiempo como el nuestro, todo pasa cada vez más rápido. Y hoy, tras apenas un gran parpadeo de la historia, somos espectadores de los primeros actos del drama: nuestra cultura nacional agoniza.
Somos variedad por definición; nuestra identidad se construye paso a paso, viva y en transformación infinita. Frente a los embates europeizantes (España primero, Francia después) nuestra raza ha respondido con silencioso sincretismo; una aceptación siempre inconforme, a regañadientes, que halló su forma de protesta más eficiente en la irreverencia que se oculta detrás de toda originalidad.
Ahora se nos trata de silenciar para siempre. Se impregna la vida nacional con valores y usos que no son los nuestros o que, mejor dicho, se van haciendo nuestros a la fuerza. No solo nuestro público se lanza, en su cotidianeidad, a consumir irreflexivamente los productos culturales extranjeros (música, televisión, cine) con un aire de superioridad erudita; también los círculos intelectuales tradicionales se sumergen de un salto en fórmulas y cánones que no son los nuestros, tratando de imitar en sus creaciones a “la vanguardia intelectual del mundo”, y engendrando (como producto) criaturas abstractas, banales, que no saben decirnos nada precisamente porque han sido sacadas, en prolongados desvaríos intelectuales, de una realidad social ajena a nosotros.
¿Tiene hoy algo que loar el artista mexicano? ¿Tiene algún grito masivo que lanzar? No, al menos no el artista típico. Y notamos que el arte contemporáneo, de por sí impopular en el mundo, resulta aún más impopular en una sociedad donde se trata de meter por la fuerza. ¿Acaso no tenemos, como cultura nacional, material para forjar una forma de creación más amable con el público? ¿No será mejor para la creación artística hablar ante la sociedad con un lenguaje que entienda, sencillo, que le hable de su realidad íntima y sus problemas?
Hoy en los círculos artísticos de “vanguardia” parece haber una auténtica cruzada contra las expresiones sencillas, sin complejidades y que se acercan a la cultura popular. El término nacionalismo ha adquirido una connotación despectiva, y se tiene de éste una visión reducida donde se calcan, con uno que otro artificio embelesador, imágenes populares, “vulgares”.
Pues bien, si los enormes pasos históricos que da una sociedad han de traducirse, como en los momentos posteriores de las grandes revoluciones, en logradas creaciones artístico-culturales de tipo nacional, volteemos a ver la otra cara de la moneda: nuestra sociedad descompuesta ostenta un arte impopular como estandarte, alejado de toda realidad social y, por tanto, estéril e inútil como forma de participación en el complejo tejido social actual.
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Escrito por Aquiles Lázaro
Licenciado en Composición Musical por la UNAM. Estudiante de la maestría en composición musical en la Universidad de Música de Viena, Australia.