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Unánimemente aceptada la alarmante pérdida de biodiversidad en el mundo, que amenaza al gran ecosistema en que vivimos. El problema viene al explicar el fenómeno, y de ahí desprender acciones correctivas. Frecuentemente, intelectuales y medios culpan al crecimiento poblacional y derivan la maltusiana solución de reducir el número de habitantes; también responsabilizan a la sociedad, en general, por “maleducada” y desconsiderada con el ecosistema; y aunque este factor indudablemente influye, limitarse a eso oculta las causas estructurales, a saber: el acelerado desarrollo tecnológico en manos de una clase capitalista ansiosa de la máxima ganancia en el menor plazo; y, asociada con esto, la anarquía en la producción y las externalidades, que permiten a las empresas trasladar a la sociedad costos que debieran asumir, pero que merman sus ganancias; finalmente, influye un aparato de Estado cómplice, que otorga al capital libertad total: la absoluta desregulación, característica esencial del neoliberalismo, en otras palabras, el derecho a hacer lo que quieran.
Algunas evidencias del problema. Según la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza existen cinco mil 200 especies animales en peligro de extinción. Casos particulares: en The New York Times, siete de octubre, Henry Paulson, expresidente de The Nature Conservancy, dice: “… las poblaciones de insectos disminuyen de manera drástica (…) (también). Los científicos predicen que entre el 70 y el 90 por ciento de los arrecifes de coral desaparecerán en los próximos 20 años (…) Esto pondrá en peligro a 4,000 especies de peces…”. A este respecto: “Especialmente relevante es el caso del medio marino, donde más de la mitad de las poblaciones de peces alcanzaron su límite de explotación sostenible” (FAO, geoinnova.org).
El problema es multifactorial, sí, pero es innegable que una causa fundamental, destacada por los científicos, es la degradación o pérdida del hábitat; en los ecosistemas terrestres, son principalmente los bosques: “Los ecosistemas de bosques tropicales albergan entre el 50 y el 90% de las especies terrestres…” (Frances Seymour, World Resources Institute). Y están siendo devastados. El tamaño de la superficie tropical destruida el año pasado equivale a la superficie de los Países Bajos (Global Forest Watch, Le Monde, 31 de marzo de 2021). A partir de 1990, “el área forestal mundial ha seguido disminuyendo, con una pérdida neta de 178 millones de hectáreas” (FAO, CGTN). El País, 24 de agosto de 2019, publica: “La cuenca amazónica ya ha perdido un 20% de su superficie por la deforestación en los últimos 60 años –sobre todo para crear tierras de cultivo, pastos para el ganado o explotaciones mineras–”. La Tierra estaba cubierta en un 50 por ciento de bosques hace ocho mil años, ahora lo está en 30 por ciento (Fondo Mundial por la Naturaleza, WWF). Está en riesgo, estima esta ONG, la quinta parte de los bosques tropicales del mundo.
Y la responsabilidad principal (que no única, ciertamente) de este daño es inocultable, para quien no cierre los ojos ante el elefante en medio de la sala: es la acción depredadora del capital. Dice la CEPAL: “En el último reporte global del Convenio de Diversidad Biológica se concluye que una de las mayores causas de la pérdida de biodiversidad está dada por las presiones vinculadas a la agricultura, que abarcan 70% de la pérdida estimada de la biodiversidad terrestre. (…) La extinción de especies se debe a múltiples factores, el mayor, seguramente es la pérdida de hábitat, pero también se conjugan presiones directas como la sobreexplotación y el comercio legal e ilegal que tienen un impacto enorme en ciertos grupos de especies, especialmente carismáticas como cactos, orquídeas o aves vistosas y también aquellas usadas para alimento…”.
Dice al respecto Le Monde: “Según estudio publicado en Nature Ecology & Evolution, el apetito creciente de los países ricos por diversos productos agrícolas como el café o la soya ha acelerado el ritmo de la deforestación en los trópicos” (31 de marzo). El portal elespectador refiere un caso paradigmático donde, desde 2015 se han destruido 800 kilómetros de bosque por la expansión de la frontera agrícola: “El pollo que venden marcas como McDonald’s, Tesco, Lidl, Asda y Nando’s estaría involucrado con el aumento de la deforestación en la región del Cerrado, en Brasil (…) gracias a la compañía Cargill, uno de los principales proveedores de granos en el mundo, como la soja, que alimenta a los animales de estas cadenas comerciales” (26 de noviembre de 2020). DW publica: “Varias ONG advirtieron al grupo francés Casino sobre las cadenas de suministro de carne en algunas de sus redes en América Latina (…) Estos establecimientos agrícolas representan por sí solos 4,500 hectáreas de bosques talados ilegalmente para dar cabida al pastoreo de ganado”.
La destrucción del hábitat también aumenta en México, por iguales razones. “Hasta 2010, México contaba con 49.8 millones de hectáreas de bosque natural que se extendían sobre 26 por ciento de su extensión territorial, pero en 2019 perdió 321 mil hectáreas” (Global Forest Watch, El Sol de México). Según publicación de biodiversidad.gob: “La pérdida de hábitat sucede por el ‘cambio de uso del suelo’ de ecosistemas naturales (bosques, selvas, pastizales, etc.) a actividades agrícolas, ganaderas, industriales, turísticas, petroleras, mineras…” (febrero de 2020). También impactan la desaforada aplicación de pesticidas y la industria minera, que contamina suelos y cuerpos de agua a ciencia y paciencia del gobierno. Sobre las causas: Sergio Madrid (Consejo Civil Mexicano para la Silvicultura Sostenible), destaca: “la hotelería se está instalando en lugares que no debería (…) hay manglares que son destruidos (…) En Quintana Roo más de 50 por ciento de la superficie por manglar la hemos perdido en los últimos 25 años…” (El Sol de México, 13 de febrero de 2021).
Pero no es en sí misma la producción la causante. Suponerlo sería absurdo; tampoco la tecnología sola. Es su empleo destructivo –resultado de las relaciones de competencia imperantes–, motivado por el desmedido afán de ganancia; son las relaciones de propiedad y producción, en cuyo marco el desarrollo de la tecnología conlleva una creciente capacidad destructiva sobre el ecosistema (no es fatal, pues, que la tecnología deba destruir). El problema radica en quién y para qué la utiliza. Asociado con lo anterior, la injusta distribución de la riqueza ocasiona deterioro ambiental –algo que los sedicentes “ecologistas” calculadamente soslayan–, y que suele atribuirse a la delincuencia. El aumento de la pobreza empuja, por elemental sobrevivencia, a millones de personas a atentar contra la naturaleza, atrapados en una disyuntiva de hierro cuya salida resulta obvia: de que se extingan las tortugas a que se extinga la familia... y de ello no tienen culpa los pobres, sino quienes los han reducido al hambre.
De lo antes expuesto se derivan importantes conclusiones. Ciertamente, necesitamos un auténtico ecologismo, no el vulgarmente usado por los partidos como anzuelo para pescar votos. Debe elevarse el nivel social de conciencia y cultura ecológica, cierto, pero su efecto sería limitado si en la producción no se cuida la casa de todos, respetando los límites de aprovechamiento de los recursos, en este caso bióticos. Garantizar que esto ocurra es responsabilidad del Estado. Debe terminarse con la visión inmediatista, amenaza para la humanidad. Solo una economía que ponga a la sociedad en el centro de su interés, preocupada por sus necesidades y sobrevivencia, puede ser ecológicamente amigable. Esto exige un gobierno auténticamente popular, con firme apoyo social, que le dé la fuerza necesaria para controlar a los más grandes depredadores.
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Escrito por Abel Pérez Zamorano
Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.