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El 29 de noviembre de 2017, a los 91 años, fallecía en Bogotá el poeta, crítico, antólogo y periodista colombiano Rogelio Echavarría, nacido en 1926 en Santa Rosa de Osos. El Transeúnte es su libro más importante –él aseguraba que era el único–, fue creciendo a lo largo de los años y en progresivas ediciones; en 1948 eran 15 poemas y en 1998 sumaban ya 60; los primeros fueron publicados por primera vez en la revista Mito, por lo que a menudo se clasifica al autor como miembro de este grupo, aunque también se le asocia con frecuencia a los Cuadernícolas.
Poeta de lo cotidiano, de la soledad y el anonimato en las grandes urbes, Transeúnte abre el libro; no hay grandilocuencia en sus versos, de sencillez premeditadamente depurada, pero esto no es sinónimo de simpleza o vacuidad; el poema es una instantánea que retrata la fragmentación de las masas, que han perdido toda pertenencia a pesar de habitar un espacio reducido; es la poesía eternizando el instante.
Todas las calles que conozco
son un largo monólogo mío,
llenas de gentes como árboles
batidos por oscura batahola.
O si el sol florece en los balcones
y siembra su calor en el polvo movedizo,
las gentes que hallo son simples piedras
que no sé por qué viven rodando.
Bajo sus ojos –que me miran hostiles
como si yo fuera enemigo de todos– no
puedo descubrir una conciencia libre,
de criminal o de artista,
pero sé que todos luchan solos
por lo que buscan todos juntos.
Son un largo gemido
todas las calles que conozco.
A la lluvia, contenido en el mismo libro, es otro de sus más bellos poemas. La sencillez con que trata el tema es solo aparente; no incurre en alardes académicos, pero al llamar “dios-demonio” a la lluvia y considerarla en su dualidad como dadora o destructora de vida, remite al lector a las antiguas civilizaciones; estas sutiles referencias cultas dotan de alta factura al poema, en el que Rogelio Echavarría, con exquisita sensibilidad, retrata el sufrimiento de los sin techo, los pordioseros, los obreros, de la multitud de transeúntes –como él mismo– a la intemperie en la gran ciudad.
Demonio de la lluvia –látigo de lujuria–
no rompas con tus dientes vidriosos el abrigo
del tibio pecho, lo único tibio del humilde;
no nos traigas el frío de la tan alta nube,
no persigas al sin puerta con tus piedras,
no rompas el pulmón del obrero que canta
siguiendo el pie descalzo de sus hijos sin cielo,
no mancilles las barbas secas del pordiosero,
no llegues hasta donde no pueden evitarte.
Deja tu voz pluvial para el cultivo de los ríos,
para la faz de las persianas donde hay dueño,
para el paraguas, que es tu flor arcaica.
Demonio-dios, que envidias y que amas
las multitudes y caes ruidoso sobre todos,
disuelve ya a Babel y permite que asome
el Sol como un henchido seno de leche pródiga.
Atemporal, universal y, por ello trascendente, es el mensaje de Tiempo perdido, donde el poeta reflexiona sobre la inconformidad del citadino con su presente, la prisa con que vivimos, el error de no apreciar el valor de cada etapa olvidando que los planes más ambiciosos, a menudo, tropiezan con la tumba. La muerte es uno de los temas recurrentes en la obra de este gran poeta colombiano.
Cómo te quejas de que pase el tiempo
si vives sofocándolo, apremiándolo,
conjurando sus plazos, estrechando
su camisa, podando su almanaque.
Niño quieres ser joven y maduro
ya no aceptas ser viejo. ¿Quién entiende?
Compras para pagar y después gimes
cuando te exigen saldo y vencimiento.
Haces ayer el diario de mañana
no vives hoy amor sin recuerdo
en enero trabajas por diciembre
y tienes mal del siglo... venidero.
y cuando escribes luces un quevedo
en lugar de los lentes de contacto
Miras más lejos de la tumba y sabes
que el alma es miope y suele tropezarla.
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Escrito por Tania Zapata Ortega
Correctora de estilo y editora.