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La reciente eliminación de 109 fideicomisos golpea, entre muchas actividades dedicadas a la creatividad científica y artística, la cinematografía de nuestro país; pues entre los instrumentos desaparecidos se encuentra el Fondo de Inversión y Estímulos al Cine (Fidecine).
Cada vez que alguien, en una charla, comenta lo malo que es el cine mexicano actual, tengo un as bajo la manga: le pido que mencione a cinco directores mexicanos vivos. Los mejor informados no pasan de la tríada comercializada de Hollywood: Guillermo del Toro, Alfonso Cuarón y Alejandro González Iñárritu.
Pocas manifestaciones artísticas tienen la peculiaridad –afortunada o desgraciada– de ser una fuente inagotable de explotación comercial masiva. El cine es una de ellas. Su influjo popular es tan aplastante que, por lo general, siempre hay un círculo de superhéroes, historias de terror y melodramas que se repite con solo algunas variaciones. El cine mexicano comercial es especialmente lamentable respecto a este vicio.
Sin embargo, vale la pena recordar que el cine es una expresión artística, un canal de la creación que tiene, como todas las artes, un desarrollo histórico, corrientes estéticas y figuras magistrales. Y que, como todas las expresiones artísticas, ha heredado a la cultura humana un legado invaluable. Desde esta perspectiva, el cine de arte tiene una función social equiparable a la de la literatura y la pintura.
En principio es falso que el cine mexicano contemporáneo sea malo; quien afirme lo contrario cimenta su juicio, casi siempre, en un foso profundo de ignorancia. La realidad es que el perfil actual del cine artístico mexicano no solo es rico por la diversidad de sus lenguajes, sino que exhibe, casi sin excepción, muchos de los problemas sociales más lacerantes de nuestra difícil realidad.
Y, de hecho, ésa es la función auténtica del arte, la única trascendente. Se equivoca quien asocia el entretenimiento y el esparcimiento cultural con la inactividad del pensamiento. La distracción no tiene que ser necesariamente pereza del aparato intelectual, y es constructiva solo cuando enriquece la forma de observar al mundo y sus problemas. Éste es el valor educativo del cine.
Las producciones fílmicas mexicanas estaban ya de por sí en una situación sumamente desventajosa, entre la espada y la pared. Por un lado, la dependencia económico-cultural hacia Estados Unidos (EE. UU.), la cual inunda el mercado nacional con producciones millonarias de valor educativo nulo. De este círculo vicioso participan, naturalmente, los capitales nacionales dedicados, por ejemplo, a la distribución y la exhibición. En el otro lado, el que cobra relevancia a propósito de la desaparición del Fidecine, había una atención gubernamental especialmente deficiente.
Quien diga que la creación artística no debe depender de subsidios gubernamentales debe recordar que, bajo nuestro modelo cultural, la ley establece explícitamente el compromiso del Estado de fomentar e impulsar la creación artística. Si bien el subsidio gubernamental directo no es la única manera para lograr esto, tampoco se ha hecho lo suficiente con las políticas públicas para explorar otras rutas de financiamiento, entre ellas la creación de circuitos económicamente rentables.
Eliminar este tipo de estímulos representa, en todos los aspectos, un enorme retroceso. Basta destacar uno de los más peligrosos: la desaparición del Fidecine no es más que la profundización del modelo neoliberal, solo que ahora aplicado a la cultura. Paso a paso, el Estado abandona su responsabilidad social de impulsar la creación artística del país.
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Escrito por Aquiles Lázaro
Licenciado en Composición Musical por la UNAM. Estudiante de la maestría en composición musical en la Universidad de Música de Viena, Australia.