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El asalto al Capitolio de Estados Unidos (EE. UU.) por masas de anglosajones seguidores del presidente Donald John Trump tenía como objetivo impedir la ratificación de Joseph Robinette Biden como 46o presidente del país. El magnate, reacio a aceptar su derrota electoral, inflamó los ánimos de esa turba ultraviolenta al alegar un supuesto fraude contra su reelección.
El seis de enero marcó un punto de inflexión, cuando el mundo vio a la superpotencia militar mundial trocada en ingobernable república bananera. El preludio de una irreversible guerra civil con desenlace imprevisto se anunció con la huida de atemorizados legisladores del Capitolio, la caída del dólar y el alza de los energéticos.
Por semanas, un desesperado Donald Trump emitió incendiarias denuncias de robo de votos que nunca probó. El seis de enero alentó la invasión al Capitolio de sus adeptos para impedir el conteo de votos que proclamaría a Biden presidente del país; incitó de tal modo a sus huestes, que esa violencia reveló las profundas grietas del sistema político-electoral del país.
Esa pésima estrategia postelectoral del magnate se revirtió en su contra. Horas después de lo sucedido, la cúpula política estadounidense –e influyentes republicanos–, pidió invocar la Enmienda 25 para removerlo del cargo. A la vez, The Washington Post clamó: “El presidente no es apto para permanecer en el cargo los siguientes 14 días. Cada segundo que él retiene la presidencia es una amenaza al orden público y a la seguridad nacional”.
Ante las condenas al mandatario, se abrió un complejo escenario en EE. UU. La multiplicidad de factores que desató la violencia cruza transversalmente todos los aspectos de la vida del país. Uno de ellos es la actual crisis que viven los ciudadanos por los depredadores efectos de la pandemia, que ya ocasionó más de 300 mil muertos y la ingobernabilidad que asoma en el horizonte.
La provocación
La toma del Capitolio fue el episodio más reciente de una historia de provocaciones urdida desde la Casa Blanca, cuando Trump vio alejarse su reelección. Manipuló a sus seguidores, cientos de manifestantes republicanos, para “defender el voto” armados y vestidos militarmente en varios estados de la Unión. Exigían que se contaran los votos “legales” y desechar los “ilegales” (a favor del demócrata Biden) o detener el conteo.
Esos grupos enardecidos también realizaron llamadas de amenaza en centros de conteo de votos. Una de ellas expresó: “Para casos como éste es que se estableció la Segunda Enmienda” y colgó. Se trata de una de las 10 enmiendas de 1791 que alude a la necesidad de “formar una milicia organizada” que asegure un Estado libre, así como el derecho del pueblo a poseer y portar armas.
Y mientras ultraderechistas amagaban con asaltar la casa del gobernador del estado de Washington, Donald Trump concluía su estrategia al atizar la desesperación y furia de sus adeptos. Así, el seis de enero, en su discurso desde la Casa Blanca ante miles de sus simpatizantes, en un mensaje de 55 minutos, a través de un cristal blindado, pidió a sus huestes marchar hacia el Capitolio y protestar por robarle la victoria. Y aunque primero ofreció marchar con ellos, se desistió en seguida.
Fue así que por primera vez en la historia de EE. UU., quienes violentaron al poder legislativo en su recinto no eran terroristas extranjeros, sino simpatizantes del presidente en funciones, que creían defender su victoria de un robo de votos que nunca se probó.
Airadas y rabiosas, esas huestes marcharon al edificio que alberga al Congreso del país autoproclamado paradigma de la democracia occidental. Ahí se celebraba el proceso de certificación de los votos que emitió el Colegio Electoral el 14 de diciembre y los legisladores estaban por proclamar a Joseph Biden presidente electo.
Como comando en plena guerra, la multitud enfrentó a la policía capitalina e ingresó al recinto legislativo. Decenas de hombres blancos y no pocas mujeres de todas las edades, saltaron las cercas metálicas de seguridad y se apoderaron del hemiciclo del Senado, penetraron a oficinas, colmaron pasillos e irrumpieron en salones.
Todos con chamarra, gorros, mochila a la espalda –algunos armados con pistolas y gases– portaban banderas estadounidenses al irrumpir en el edificio. Apenas un puñado llevaba mascarilla de protección contra el Covid-19. Afuera, cientos de sus compañeros ocupaban, desafiantes y en posición de combate, las escalinatas exteriores del edificio.
Era la catarsis de la rabiosa pugna por el poder entre republicanos y demócratas. Los supremacistas, al tomar el Capitolio por asalto y dejarse ver en las calles de la capital del país más poderoso del planeta, representaban la violencia transversal de una sociedad polarizada por su propia cúpula dirigente.
Al paso de las horas, una interrogante se pavoneaba en el ánimo de los estadounidenses: ¿Cómo logrará Biden desactivar esos ánimos exacerbados? Esa animosidad a flor de piel entre los radicales anglosajones difícilmente revertirá la situación.
Evidencia de ese desencuentro es la primera de las cuatro víctimas mortales del día. Ashli Babbit, mujer de 35 años y ardorosa simpatizante de Trump, que pese a ser veterana de las Fuerzas Armadas, no dudó en seguir a sus compañeros en la intrusión al Congreso.
El imprevisto asalto llevó a medios locales antiTrump a hablar de Golpe Parlamentario y crisis de gobernabilidad. En el mundo, jefes de Estado y de Gobierno apenas daban crédito a esa ola de violencia y preocupados manifestaron su deseo de que la “normalidad” volviera a la superpotencia.
Guerra civil
Los diccionarios políticos definen una guerra civil como el enfrentamiento entre dos o más facciones o bandos en una misma nación. Precisamente ese proceso es el que, desde hace cuatro años, gestó la irascible forma de gobernar de Donald Trump y que detonó el seis de enero.
Por un lado, decenas de ciudadanos expectantes vieron la acometida de los seguidores de Trump al edificio del Congreso y, atónitos, aseguraban: “Esa banda armada no va a parar porque alguien se los pida, pronto estaremos contando muertos, no heridos”. Y por el otro lado, entre las filas de los aguerridos asaltantes se escuchaba: “Tenemos la razón, nos robaron las elecciones. Nos están tratando mal”.
En el centro neurálgico del poder político del país, desde donde el sistema capitalista transmite su prepotencia al mundo, ese rompimiento del orden presagió el inicio de una guerra civil o, cuando menos de un ataque a la democracia.
Fue tal el impacto que la alcaldesa del Distrito de Columbia, Muriel Bowser, decretó el toque de queda como medida para limitar el movimiento de personas no esenciales en las calles. Al paso de las horas, sin que llegara plenamente la calma, estadounidenses y ciudadanos del mundo leyeron con pasmo las reflexiones de los expertos sobre lo sucedido.
El tres veces merecedor del Premio Pulitzer, Thomas Friedman, escribió en The New York Times: “No olvidemos los nombres de quienes intentaron el primer golpe de Estado legislativo en EE. UU.”, y acusó a los senadores Josh Hawley, Ted Cruz, Ron Johnson, así como a otros republicanos, de “conspirar” en un intento de golpe.
Friedman aseguró que ellos están dispuestos a sacrificar “el alma de su partido, de EE. UU. y de nuestra tradición de elecciones libres y justas” para que Trump siga en la presidencia y en el futuro lo reemplace uno de ellos.
Para contener esa intentona, el periodista llamó a los accionistas de las grandes corporaciones estadounidenses para “asegurarse” que los comités de acción política de estas empresas no puedan hacer contribuciones de campaña a quien haya participado en la intentona de golpe del seis de enero.
Además, exhortó a los “republicanos de principios” a formar su propio partido. También pidió al sistema judicial asegurarse de cobrar una pena tangible a cada legislador que apoye a Trump en actos contra la Constitución.
Quien sí desobedeció al mandatario fue el vicepresidente Mike Pence. Por su cargo en el Senado, estaba presente en la sesión de conteo de votos del Capitolio; Trump le había pedido bloquear la certificación de Biden.
Sin embargo, el político se negó y declaró que, como estudiante de historia que ama la Constitución, no creía que los padres fundadores del país tuvieran intención de que la autoridad unilateral del vicepresidente decidiera qué votos electorales debían contarse.
Hechos consumados
Al término de esa inolvidable jornada, los hechos eran irreversibles.
–Hubo cuatro muertos, 14 heridos, 55 arrestos y se extendió la declaración de Emergencia Pública en Washington por 15 días, hasta el fin del mandato de Donald Trump.
–Por primera vez en la historia de la relación entre la presidencia y las corporaciones tecnológicas, hubo un choque frontal. Twitter no emitió el mensaje de Trump que justificaba el asalto al Capitolio y envió esta advertencia: “La afirmación de fraude electoral está en litigio y el tweet no puede ser respondido, retuiteado o dar ‘me gusta’ debido al riesgo de violencia”. Facebook e Instagran se sumaron al bloqueo de la cuenta de Trump tras el asalto al Capitolio.
–También, como hecho inédito, un creciente número de republicanos consideró que Trump debe ser destituido a través de la 25ª enmienda o por juicio político, según informó CNN. Tras conocer el alcance de la violencia en Washington, el gobernador de Nueva York, Andrew Cuomo, anunció el envío de mil miembros de la Guardia Naconal a la capital para garantizar la transición.
–Tras la irrupción en el Capitolio, dimitieron el viceconsejero de Seguridad Nacional de la Casa Blanca, Matt Pottinger; la jefa de gabinete de Melania Trump, Stephanie Grisham; la secretaria social, Anna Cristina Niceta y la secretaria de prensa adjunta, Sara Matthews.
Como aprendiz de brujo que sufre los efectos negativos de sus propios actos, Donald Trump vio escalar la violencia de la situación que él mismo oxigenó y tardó mucho tiempo en llamar a sus adeptos a la calma. “Vuelvan a casa, comprendo que están dolidos porque se nos robó la elección –los conminó– Traten de permanecer pacíficos”.
El rechazo de Pence a desobedecer su instrucción de boicotear la certificación dio pauta a la creciente exigencia para que EE. UU. revise a fondo su sistema electoral. La pregunta es si la cúpula política estará lista para hacerlo.
En el Congreso
Horas después de la irrupción de los seguidores de Trump, el Congreso certificó a Joseph Biden y a Kamala Harris como los próximos presidente y vicepresidenta del país. Los votos electorales se aprobaron cuando el Senado y la Cámara de Representantes rechazaron las objeciones a los votos en Arizona y Pensilvania.
Pasados los momentos más peligrosos de la invasión, cuando la policía logró contener a la turba, llegó desde el Congreso la expresión más rotunda contra la violencia de los seguidores de Trump en voz del senador demócrata Chuck Schumer, al dirigirse al presidente de la sesión.
Responsabilizó a Trump por lo ocurrido y deploró lo que acababa de presenciar. Comparó el seis de enero con el de diciembre de 1941, cuando japoneses atacaron la base de Pearl Harbor y que Franklin D. Roosevelt bautizó como el Día de la Infamia.
Schumer aseguró que el seis de enero era otro día de infamia porque se faltó el respeto al templo de la democracia estadounidense. Lamentó que embajadas en Washington enviaran al mundo imágenes de legisladores siendo desalojados porque su vida estaba en peligro y de ciudadanos “que aman a su país y temían por sus vidas”.
Aseguró que quienes perpetraron el asalto no eran manifestantes, sino terroristas internos, bandidos insurrectos que no representan a EE. UU., un puñado de extremistas que deben ser procesados por este gobierno (ojalá) y si no por el siguiente; que no les dará ninguna clemencia. “Quiero ser muy claro, esa turba fue incitada por Trump y será su responsabilidad, éste es el último y terrible legado del 45º presidente de EE. UU., sin duda el peor”, concluyó.
Después, se reanudó la sesión de conteo de votos hasta la madrugada del jueves y se ratificó a Biden y Harris. Por primera vez en la historia parlamentaria de EE. UU., los republicanos moderados fueron humillados. Una paradoja, porque apenas el tres de noviembre, fecha de la elección presidencial, ese partido logró su mayor votación en la historia, lo que animó a Trump a reiterar su hipótesis del fraude.
En contraste, los demócratas obtuvieron la presidencia de Biden y controlarán ambas cámaras, por lo que se alzan como el bloque más poderoso. La activista de derechos humanos Medea Benjamin consideró que en su carrera por controlar el Senado, el partido republicano “está en modo colapso”. Y así fue, pues al ganar el segundo escaño en Georgia, el demócrata Jon Ossoff dió a Biden un amplio margen de gobernabilidad porque su partido controlará el Congreso.
A pesar de esos ases bajo la manga, el 20 de enero, cuando Joe Biden sea investido como presidente, deberá enfrentar dos grandes retos: calmar los ánimos del sector más radical de la sociedad estadounidense, que no lo reconocerá como su presidente y lo que analistas financieros anticipan como el desplome del dólar en el curso de este año.
Seguidores de un sociópata
El nicho de simpatizantes del magnate inmobiliario fueron hombres blancos electores (70 por ciento de los votantes) mayores de 65 años; si bien cuenta con amplia aceptación entre personas de entre 18 y 45 años.
El perfil más definido de ese sector apunta a hombres blancos de mediana edad y bajo nivel educativo, económicamente débiles o que se sienten amenazados con perder empleo, salario, poder de compra, hipoteca, etc.; que no se sienten atendidos ni representados por los políticos convencionales.
Su personalidad está anclada en el concepto de autoridad: valoran las jerarquías, la obediencia, el orden. En general, se educaron en hogares con padres estrictos, que valoran más el orden que la autonomía e independencia de criterio. No se sienten bien en ambientes de ideas diversas y por ello buscan relacionarse siempre con sus iguales.
Su decisión electoral está motivada por emociones como el miedo y la ira, no por el razonamiento político. “El votante de Trump se siente vulnerable y amenazado. Su decisión de voto le provoca alivio al canalizar su miedo e ira hacia afuera, hacia los otros, los diferentes”, explica Daniel Eskibel en su análisis psicológico de los electores del magnate.
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Escrito por Nydia Egremy
Internacionalista mexicana y periodista especializada en investigaciones sobre seguridad nacional, inteligencia y conflictos armados.