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Podemos decir que la mayor parte de la historia del continente americano es la historia del despojo, el genocidio, el exterminio de la población originaria. En esto no hay ninguna exageración, pues al revisar lo que ha pasado desde Canadá hasta la Patagonia, se puede ver que los pueblos que originariamente poblaron el continente desde hace más de 20 mil años, fueron los que llegaron vía Estrecho de Behring, cuando las glaciaciones lo permitieron, que distintas oleadas de tribus, provenientes del oriente de Rusia, fueran asentándose desde Alaska, hasta las tierras más australes del continente, el cual hasta el Siglo XVI fue denominado América.
Particular ferocidad para instrumentar esos despojos y ese exterminio ocurrió en Estados Unidos de Norteamérica, con la llegada de los “pioneros” ingleses y otras nacionalidades inmigrantes del norte europeo, que formaron las 13 colonias de la corona británica y que se independizaron en 1776; ésta fue la señal que esperaban aquellos colonos ávidos de tierras, oro, bosques, praderas y todo tipo de recursos naturales. Entonces el genocidio fue imparable. En otras naciones del continente, el exterminio también ocurrió desde la llegada de los conquistadores españoles y portugueses, cuyos descendientes, sin embargo, no aniquilaron completamente a la población originaria, pues prefirieron esclavizarla y mantener una población numerosa que pudiese trabajar en sus minas, cultivos, etc. Pero las enfermedades, la sobrexplotación y la miseria tuvieron también efectos devastadores en los indígenas. Según los estudios históricos más objetivos, la población indígena en los primeros 100 años de colonización pasó de 60 millones de habitantes que había en 1492 a seis millones a finales del Siglo XVI.
La historia fílmica que hoy le comento, amable lector, trata del exterminio que sufrió la etnia patagón desde el Siglo XIX a manos de los ambiciosos y genocidas chilenos y de otras nacionalidades que previamente despojaron de sus tierras a esos habitantes autóctonos para utilizarlas en la cría de ganado. Se trata del documental Botón de Nácar (2015) del documentalista chileno Patricio Guzmán (muchas veces premiado por sus documentales en certámenes fílmicos internacionales en su muy larga carrera cinematográfica, que comenzó en 1965). En Botón de Nácar, Guzmán inicia su narración haciendo profundas reflexiones sobre el agua, haciéndonos ver la importancia que ha tenido el agua en la historia de la humanidad. Con imágenes deslumbrantes nos recrea el documental con los sonidos del agua, pero a su vez nos presenta las tristes escenas del sufrimiento de los patagones que durante diez mil años habitaron aquel inhóspito archipiélago austral que es la Patagonia Occidental.
Siguiendo el objetivo de relacionar el genocidio sufrido por los indígenas australes chilenos con el cometido por la dictadura sanguinaria de Augusto Pinochet desde el momento en que dio su golpe de Estado en 1973; este genocidio afectó a decenas de miles de chilenos, militantes o simpatizantes de las fuerzas progresistas que encabezó Salvador Allende, quien intentó infructuosamente instaurar un régimen socialista por la vía pacífica.
Botón de Nácar nos muestra cómo –calculan los especialistas en el tema– desaparecieron los cuerpos de más de mil 500 chilenos, asesinados por la dictadura y desparecidos por la misma. Para lograr ese nefando propósito, los asesinos amarraron pedazos de riel de ferrocarril con un peso de cuando menos 30 kilos a los cuerpos de los cadáveres, para luego llevarlos en aviones a lanzar en el mar. Cuando un pedazo de riel fue recogido del fondo del mar, a su herrumbrosa superficie iba adherido un botón de nácar, último vestigio de la brutal desaparición de tantos luchadores chilenos.
El documental de Guzmán es un ejemplo de cine político de alta factura técnica, fotográfica, argumental y estética.
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Escrito por Cousteau
COLUMNISTA