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Andrés Eloy Blanco
Su mérito principal hay que buscarlo en la extraordinaria afinidad sentimental que el poeta supo establecer entre su espíritu y el de su tierra nativa.
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El máximo poeta venezolano nació en Cumaná, Estado de Sucre, Venezuela, el seis de agosto de 1897, y murió en México, en un trágico accidente, el 21 de mayo de 1955. Hizo estudios profesionales en la Universidad Central de Caracas y se graduó como abogado. Fue orador de gran arrastre, político, parlamentario y estadista. En 1946 fue presidente de la Asamblea Constituyente de su país y luego Senador y Ministro de Relaciones Exteriores.

Su vocación poética se reveló desde temprano, antes de los 20 años era ya un poeta laureado. Con su Canto a la espiga y el arado obtuvo consagración nacional, al recibir el primer premio, flor natural, en los Juegos Florales de Caracas, hacia 1920. Tenía apenas 26 años al ganar el primer premio en el certamen internacional de poesía castellana, auspiciado por el Ateneo Santander, bajo el patrocinio de la Real Academia de la Lengua Española. Su bibliografía es extensa, aunque poco difundida; sus libros principales son: Tierras que me oyeron (1921); La aeroplana clueca (1935); Barco de piedra (1937); Abigaíl (1937); Malvina recobrada, liberación y siembra (1937); Baedeker 2000 (1938); Poda (1942); Bolívar en México (1946); El poeta y el pueblo (1946); Vargas, albacea de la angustia (1947); y Giraluna (1954).

“Largos silencios mediaban a veces entre una y otra obra suya; son silencios gloriosos, porque corresponden a los periodos de cárcel o destierro que el poeta sufría a causa de sus ideas liberales, al capricho de los dictadores de turno en su país. No sintió él, no obstante, odio político ni se dejó arrastrar por el sectarismo partidista. Su mérito principal hay que buscarlo en la extraordinaria afinidad sentimental que el poeta supo establecer entre su espíritu y el de su tierra nativa. Por eso su nombre permanece intacto en la admiración de su pueblo, a cuyas luchas se incorporó con desinterés y nobleza, tanto en la hora de los triunfos como en la de los carcelazos.” (Fragmento de un artículo de Simón Latino).

 

¿Cuántas estrellas tiene el cielo?

La última noche que pasamos juntos,

lo preguntó:

—¿Cuántas estrellas tiene el cielo?

—Trescientas cincuenta mil.

—¿A que no?

—¿A que sí?

 

—Cállate. Esta noche

no quiero que preguntes esas cosas.

Esta noche, si quieres preguntar

cuántas estrellas tiene el cielo,

o cualquier otra cosa,

pregunta algo así como ¿me quieres?

¿tienes frío? ¿quién dice que tiene hambre?

 

Esta noche, pregunta algo que sea

contestado en el mundo sin palabras.

Interroga con toda tu sangre

algo en que toda la vida del mundo

esté preguntando,

algo así como ¿quién llora?

¿hace falta algo?

 

Y verás cómo todo hace falta

y sabrás cuántas estrellas tiene el cielo

cuando sepas que el cielo tiene una sola estrella

para cada momento,

porque con una que se pierda

dará un paso de sombra la luz del Universo.

 

La hilandera

Dijo el hombre a la Hilandera:

a la puerta de su casa:

—Hilandera, estoy cansado,

dejé la piel en las zarzas,

tengo sangradas las manos,

tengo sangradas las plantas,

en cada piedra caliente

dejé un retazo del alma,

tengo hambre, tengo fiebre,

tengo sed..., la vida es mala...

y contestó la Hilandera:

—Pasa.

 

Dijo el hombre a la Hilandera

en el patio de su casa:

—Hilandera estoy cansado,

tengo sed, la vida es mala;

ya no me queda una senda

donde no encuentre una zarza.

Hila una venda, Hilandera,

hila una venda tan larga

que no te quede más lino;

ponme la venda en la cara,

cúbreme tanto los ojos

que ya no pueda ver nada,

que no se vea en la noche

ni un rayo de vida mala.

Y contestó la Hilandera:

—Aguarda.

 

Hiló tanto la Hilandera

que las manos le sangraban.

Y se pintaba de sangre

la larga venda que hilaba.

Ya no le quedó más lino

y la venda roja y blanca

puso en los ojos del hombre,

que ya no pudo ver nada...

Pero, después de unos días,

el hombre le preguntaba:

—¿Dónde te fuiste, Hilandera,

que ni siquiera me hablas?

¿Qué hacías en estos días,

qué hacías y dónde estabas?

Y contestó la Hilandera:

—Hilaba.

 

Y un día vio la Hilandera

que el hombre ciego lloraba;

ya estaba la espesa venda

atravesada de lágrimas,

una gota cristalina

de cada ojo manaba.

Y el hombre dijo:

—Hilandera,

¡te estoy mirando a la cara!

¡Qué bien se ve todo el mundo

por el cristal de las lágrimas!

 

Los caminos están frescos,

los campos verdes de agua;

hay un iris en las cosas,

que me las llena de gracia.

La vida es buena, Hilandera,

la vida no tiene zarzas;

¡quítame la larga venda

que me pusiste en la cara!

 

Y ella le quitó la venda

y la Hilandera lloraba

y se estuvieron mirando

por el cristal de las lágrimas

y el amor, entre sus ojos,

hilaba...

 

Primera estación

Ya rindió una jornada la fiebre de mis brazos

y aún están los leones de mi numen erguidos:

los músculos alertas para nuevos zarpazos

y firmes los pulmones para nuevos rugidos.

 

Silencio

Cuando tú te quedes muda,

cuando yo me quede ciego,

nos quedarán las manos

y el silencio.

 

Cuando tú te pongas vieja,

cuando yo me ponga viejo,

nos quedarán los labios

y el silencio.

 

Cuando tú te quedes muerta,

cuando yo me quede muerto,

tendrán que enterrarnos juntos

y en silencio;

 

y cuando tú resucites,

cuando yo viva de nuevo,

nos volveremos a amar

en silencio;

 

y cuando todo se acabe

por siempre en el universo,

será un silencio de amor

el silencio.

 


Escrito por Redacción


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