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Las formas y los contenidos del arte en general son el objeto de estudio de la estética, rama de la filosofía encargada de definir y explicar los valores que hay en las obras artísticas y culturales creadas por la humanidad. Entre los elementos de análisis que emplea para interpretar las obras de arte sobresalen por su importancia el económico y el histórico. Los utiliza como un soporte sólido y como las herramientas más idóneas para adentrarse con cierta objetividad en el pantanoso y resbaladizo laberinto de la interpretación de las expresiones artísticas.
¿Cómo explicar Prometeo encadenado de Esquilo; Edipo rey de Sófocles o Medea de Eurípides, si no entendemos la tragedia griega como una manifestación social e ideológica de la Grecia antigua? ¿Puede alguien entender a Hamlet y Macbeth sin sentir la necesidad de remontarse a la Inglaterra del siglo XV y para comprender mejor las brillantes aportaciones de Shakespeare? ¿Será suficiente conocer al dedillo la vida y obra de Cervantes y dejar de lado la transición económica, social y política que vivió España en los albores del siglo XVII, bajo el reinado feudal y autoritario de Felipe II en una época que exigía transformaciones que éste le negaba a España?
En una obra de cualquier rama artística es posible considerar dos componentes que la determinan. El primero es la personalidad del artista; sus características intelectuales, morales y espirituales exigen su conocimiento. Es imposible medir y pensar la sensibilidad espiritual. Al genio no se le puede esquematizar o cuantificar. Crece y se desenvuelve libremente en un terreno al que no pueden ponerse muros o fronteras. Siempre que se ha intentado encasillarlo y recluirlo encuentra los medios para escapar y liberarse. Pierde aquí su poder la fuerza de la razón, que es vencida por el poder del espíritu. Es, pues, parte importante de la obra, considerar el sentido y el mensaje que el artista le atribuye, el cual estará significativamente influido por las condiciones personales de su creador.
Nadie puede negar que una obra contiene siempre la impronta personal de su artífice. Empero, existe otro factor cuya influencia normalmente es obviada o minusvalorada. El arte es, en principio, creación social. Poco importa aquí que el artista haya buscado plasmar su sentir particular cuando su obra se realiza solo socialmente. En este sentido es importante destacar que el sentir humano jamás podrá entenderse de manera individual. Si bien nunca se manifiesta de la misma forma en cada hombre, los sentimientos son sociales. Eso permite que una obra verdaderamente artística pueda trascender generaciones enteras y burlar cualquier frontera geográfica, cultural y política que se le imponga. Fue hecha por un hombre que siente como los demás y que, por lo tanto, puede conmover las mismas fibras de sus semejantes, sin importar que la intención haya respondido a intereses individuales, sin por eso dejar de considerar que la sensibilidad en el hombre también debe cultivarse y que mientras siga encadenada a los grilletes de la miseria, será imposible como sociedad apreciar las más acabadas producciones artísticas.
Se conjugan, entonces, el espíritu individual y el carácter social del hombre, que permiten, solo entendidos simbióticamente, la creación artística.
Ahora bien, si el hombre dependiera únicamente de las condicionantes subjetivas descritas, el análisis terminaría aquí. Sin embargo, al ser un animal social por naturaleza, toda su obra queda irremediablemente establecida por las relaciones económicas, políticas e históricas que le rodean. La forma en que se produce y las relaciones que el sistema de producción construye, determinan, en última instancia, la creación artística.
El sistema económico de producción y las manifestaciones superestructurales del mismo determinan, en última instancia, la esencia de la literatura y el arte. Son las relaciones de producción que dividen a la sociedad en clases las que terminan por forjar el sentido de la obra artística. El sujeto creador no puede escapar de su condición social. La crítica que se observa en su obra está cargada, innegablemente, de la posición que ocupa el artista en la estructura social.
No es, pues, solo el hecho de hacer referencia al sentir humano lo que hace un artista, ni las capacidades técnicas o la desarrollada sensibilidad. Es, sobre todas éstas, el espíritu crítico y transformador de todo el género humano lo que eleva a un hombre al nivel de artista social.
Finalmente, y porque las condiciones en las que nos encontramos así lo exigen, es necesario resaltar que nuestra época adolece seriamente de éste sentir y creación artísticos. El neoliberalismo ha despojado al hombre de la capacidad creativa, al arrebatarle el carácter social a su obra. Con el argumento teórico de imponer la libertad absoluta, la ha despojado incongruentemente de cualquier circunstancia social y colectiva, le ha arrebatado al artista la capacidad transformadora de su obra, eliminando de ésta forma la esencia de su creación.
El vacío que hoy reflejan el arte y la literatura se debe a la pretensión de depurarlas de la objetividad que la realidad le atribuye necesariamente a una obra. Su objetivo es ahora pretender que el artista puede abstraerse de su condición histórica y social y plasmar la subjetividad individual pura. Pretende despojar a la idea de su condición material y objetiva y, al hacerlo, despoja a la obra de su carácter social, y, en consecuencia, de su carácter verdaderamente artístico.
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Escrito por Abentofail Pérez Orona
Licenciado en Historia y maestro en Filosofía por la UNAM. Doctorando en Filosofía Política por la Universidad Autónoma de Barcelona (España).