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La palabra “democracia” ha tenido connotaciones diferentes a lo largo de la historia del hombre y en determinados momentos ha sido usada a conveniencia política por los grupos hegemónicos. Desde su definición como “gobierno del pueblo” en Atenas fue deficiente porque no todos podían participar en ella y estaba condicionada a la nobleza de cuna. La gente plebeya, los extranjeros y los esclavos no eran considerados ciudadanos. En la época moderna el capitalismo la adoptó como fórmula superior de participación o ejercicio ciudadano en los gobiernos republicanos. Dentro de esta forma política el presidente de cualquier país asume temporalmente el poder a través voto del pueblo y por vía de la decisión de éste también es relevado. Aparentemente no hay mucho qué discutir, pues los diferentes sectores de la sociedad eligen a la persona que mejor los representa y gana el que tiene las mejores propuestas.
Si esto realmente fuera cierto, nuestra sociedad hoy estaría mejor que nunca, pero no es así. Y no lo es, porque la égida de la democracia solo ha servido para enmascarar el dominio de una clase sobre otra y porque, al igual que en la antigua Grecia, el “poder del pueblo, por el pueblo y para el pueblo” solo es un mito, ya que en los gobiernos democráticos todo está bien mientras sea la misma clase política y económica la que gobierne. Por ello ocurre que ahí donde se cuelan gobiernos que no son convenientes para el imperialismo mundial, se promueven grupos disidentes que echan a andar campañas negras de violación a los sagrados principios democráticos o se dan golpes de Estado con gente del propio país, y cuando nada de esto funciona, se interviene militarmente.
A los países latinoamericanos no les ha ido nada bien con este tipo de procedimientos y a la mayoría de sus habitantes siempre nos ha tocado la de perder, como dijera Eduardo Galeano en su libro Las venas abiertas de América Latina. Nuestros países primero tuvieron que sufrir el exterminio y el saqueo atroz de las riquezas de estas tierras y padecieron la ignominia de vivir esclavizados por España y Portugal. La vida de indios y negros no valía nada y con el trabajo en las minas o en la zafra en dos o tres años se acababa.
Todo esto sucedió sin que hubiera ningún remordimiento en los verdugos, quienes se dedicaron a acumular el capital original con el que el capitalismo no hubiera alcanzado su esplendor. Luego, cuando nuestros pueblos dejaron atrás el coloniaje, vinieron crueles dictaduras como las de Díaz, Batista o Somoza, que al final sirvieron de preámbulo para que el sistema capitalista y su democracia se instauraran en los países latinoamericanos de forma definitiva en el siglo XX. Siempre con la argucia de la política Monroe, “América para los americanos”, el imperialismo de Estados Unidos se ha asumido como nuestro gendarme y con el pie aplastante sobre nuestros gobiernos decide sobre vidas y recursos del continente.
Sin embargo, en los años recientes, tras graves injusticias y excesos del capitalismo depredador, una ola de gobiernos progresistas llegó al poder en buena parte de los países del sur del continente. Dichos gobiernos –Chile, Ecuador, Argentina, Brasil, Nicaragua, Venezuela, Bolivia y Cuba– realizaron acciones para mejorar la vida de sus habitantes, quienes se hallaban devastados por la explotación. Pronto formaron un frente amplio, pero después de la euforia vino la penosa realidad.
Cada uno de ellos fue cayendo como pieza de dominó y cediendo sus gobiernos a la derecha más radical de sus respectivos países. Salvo Cuba, Bolivia y la hoy asediada Venezuela, que está al borde del cataclismo económico y social enfrentando la furia del imperio estadounidense que no da tregua parar hacerla caer, todos viraron hacia la derecha. La triste derrota de estos gobiernos se debió a que su clase dirigente se olvidó que las revoluciones las hacen las masas. Caro han pagado su olvido del precepto marxista de que al capitalismo no hay que reformarlo sino destruirlo, ya que los cambios cosméticos a la larga son más dañinos que los beneficios que producen. Sus dirigentes llegaron a pensar que un capitalismo más humano era posible, sin entender que el capitalismo siembra desigualdad para poder existir; que en sus entrañas lleva el germen del egoísmo y la explotación y que, por tanto, es ingenuo y utópico pensar que basta con seguir jugando a la democracia para lograr un cambio en beneficio de las masas oprimidas.
El único camino posible para la liberación de los pueblos latinoamericanos se halla en la unión de los trabajadores y en su educación integral, como lo ha logrado hacer Cuba, que pese al incesante golpeteo economico y político del imperio ha permanecido de pie como un monumento a la enseñanza humana y como una muestra palpable de que un mundo mejor no solo es posible, sino también necesario.
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Escrito por Capitán Nemo
COLUMNISTA