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De acuerdo con Karl von Clausewitz, la guerra es un fenómeno de naturaleza compleja. Por un lado, es caótico, violento y mortal; por el otro, es el recurso más efectivo para lograr una meta lógicamente definida: que el vencido haga lo que sea la voluntad del vencedor. Ciertamente, ese oficial alemán escribió inmerso en los tiempos de Napoleón y las formas de combatir cambiaron entre el siglo XIX y el XXI, pero su pensamiento no ha dejado de ser clave para comprender por qué se hace la guerra con una forma determinada en condiciones históricas dadas.
Las consideraciones de Clausewitz se hicieron con base en el análisis de las guerras de gran estilo; es decir, los enfrentamientos entre Estados. En estas conflagraciones los enemigos invirtieron sin tapujos, casi simétricamente, partes significativas de sus productos y hombres, como fue el caso señalado de las guerras napoleónicas de 1803-1815 –y más tarde lo serían las guerras mundiales de 1914-1918 y 1939-1945–. En este tipo de cotejos bélicos el manifiesto objetivo político del vencedor fue someter al contrincante, tal como lo hizo Napoleón cuando derrotó a los ejércitos de las monarquías europeas y en todo el territorio comprendido entre Cádiz y los confines del imperio ruso, les impuso la obligación de colaborar con los intereses económicos y políticos del imperio francés, bloqueando cualquier clase de injerencia de Inglaterra, la entonces “reina de los mares”.
Sin embargo, con el paso de los años y el desarrollo acelerado de la tecnología militar a partir de la Segunda Guerra Mundial –cuando aparecieron las armas nucleares, que evidenciaron la capacidad de destruir no solo países sino al mundo entero– otra especie de enfrentamiento militar ha venido adquiriendo preponderancia: la pequeña guerra. Ésta es casi siempre irregular o asimétrica, pues en ella impera una gran desigualdad entre los recursos empleados por cada contrincante. En las guerras de guerrillas del siglo XX, por ejemplo, grupos no bien armados ni abastecidos, pero bien organizados y cohesionados, se enfrentaron a estructuras de matanza muy superiores. Las revoluciones de China, Cuba y Vietnam fueron los casos más ilustrativos.
En el siglo anterior tampoco dejó de haber enfrentamientos entre los Estados más poderosos del mundo. Pero se trató de encontronazos indirectos, en los que se combinaron los combates irregulares, las sanciones económicas arbitrarias y la poderosa propaganda que lava conciencias, un instrumento de guerra que los Estados poseedores de bombas nucleares utilizan para hacer prevalecer sus intereses políticos sin recurrir a éstas. De esa manera podría pensarse que a partir del desarrollo de los combates irregulares del siglo XX se habría acabado la guerra que daba soporte inmediato a Clausewitz; no obstante, la naturaleza política del enfrentamiento entre dos facciones siguió y sigue siendo el mismo: imponer la voluntad al enemigo.
En 1991 desapareció la Unión Soviética; Estados Unidos y sus aliados buscaron apoderarse del mundo con violencia directa, interviniendo en escenarios como los Balcanes, Afganistán e Irak. Pero Rusia se puso nuevamente en pie y aliada con China, el gigante del siglo, resiste desde hace varios años a los deseos del vencedor del siglo XX. Por ello, los estadounidenses han optado nuevamente por las tácticas de la llamada Guerra Fría: ahí están las intervenciones indirectas e irregulares de la Primavera Árabe o las de hoy en Irak, Siria y Venezuela.
Un mar de propaganda ideológica; bloqueos económicos contra “dictaduras” levantadas en el discurso periodístico; dotación de recursos a las “oposiciones rebeldes” para alentar guerras civiles en los países árabes y en Venezuela; bombardeos en Siria o los recientes desplazamientos de fuerzas armadas estadounidenses en el Caribe. Todo lo que sea necesario para doblegar al enemigo lo pone en práctica el gran agresor. Se trata de una guerra de nuevo cuño, pero está instrumentada con el mismo objetivo político: dominar al mundo. Clausewitz está vigente.
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Escrito por Anaximandro Pérez
Doctor en Historia y Civilizaciones por la École de Hautes Étus en Sciences Sociales (EHESS) de París, Francia.