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Los ojos
Como Casandra, yo escuché tu paso
en las baldosas de la galería.
Como ella, adivinaba yo en los días
y en la voz recurrente del ocaso
lo que ocultabas y conozco tanto.
Ciega, sola, atenta penetré
en tu velado reino y consagré
bajo sus plantas, al rencor, mi espanto.
Transformabas el mundo en un desierto.
Como a Casandra, no quisiste oírme.
Pensando junto al río solo en irme,
en la noche incesante busqué el puerto.
Al ver los astros, con aristas, rojos,
sabía que el infierno era mirarte
y volver a tu lado y no olvidarte.
¡Ah, por qué no quemé más bien mis ojos!
¡Vanas son las mentiras y las guerras!
Nuestros ojos traicionan nuestra cara;
la vuelven transparente, fría y clara
como el agua en la orilla de las tierras.
No me perdonarás de haber llorado:
no me lo perdonabas, yo tampoco.
Tus noches y tus días los evoco.
¡Por qué con tanto amor me has engañado!
Símbolos tiene la desesperanza,
propiedades antiguas y suntuosas,
A veces tiene cosas muy preciosas.
Como la muerte, siempre nos alcanza.
Con el rostro de piedra, de la ira,
por tu amor me acerqué a sus pabellones.
Ah, fue triste en los pérfidos frontones
de sus oscuras torres tu mentira.
Vi que en su primavera con glicinas,
la languidez secreta de las ramas,
las canciones del mirlo, las retamas,
la vegetal constancia que germina,
urden una ávida y común tortura
a ejemplo de esos ramos en la muerte
que simbolizan con un lujo inerte
la soledad, el polvo, la locura.
Vi al pie de las columnas los despojos
de las fiestas en sueño, de la aurora;
te seguí paso a paso, hora por hora,
más que tu sombra guiada por tus ojos.
Oscuros en tu cuarto me rodeaban
los muebles habituales: los abismos
labraban en desorden cataclismos
mientras las furias su clamor callaban.
En los iridiscentes labios rojos
de alguna flor resplandecía el alma
del céfiro purísimo en su calma:
mas yo estaba cegada por tus ojos.
La llanura, la nieve o la montaña
me recibía reconciliadora:
y persistía entre árboles sonora
la dicha exigua que la duda empaña.
Vi caras, muchas caras previsibles;
todos mis diálogos fueron falaces;
escuché de las voces los compases
sin oír las palabras más sensibles;
proyecté formas de mi destrucción.
En las ciudades, en la calle sucia,
en los sórdidos parques, sin astucia
llegué al infierno con obstinación.
Como alas nacen del cansancio arrojos
busqué por todas partes el horror,
el desencanto pacificador
como los santos porque vi tus ojos.
Y conseguí morir perfectamente
sin ningún esplendor como soñaba
sola en el iris gris que me aterraba
viendo tus ojos incesantemente.
Si la verdad se vuelve una mentira...
Si la verdad se vuelve una mentira,
si se vuelve dolor la dicha aviesa,
si se vuelve alegría la tristeza
con sus falsas promesas cuando expira,
si la virtud a la que en vano aspira
mi vida frustra la habitual promesa,
si el corazón de odio o de amor me pesa
y al helarse cual mármol, aún suspira.
Si no pude enmendarme al recibir
la ingratitud de los que más he amado
ni pude ensombrecerme al eximir
de mi cariño a los que me han colmado,
será porque los dioses me han herido
del inocente horror de haber nacido.
Al rencor
No vengas, te conjuro, con tus piedras;
con tu vetusto horror, con tu consejo;
con tu escudo brillante, con tu espejo;
con tu verdor insólito de hiedras.
En aquel árbol la torcaza es mía;
no cubras con tus gritos su canción;
me conmueve, me llega al corazón,
repudia el mármol de tu mano fría.
Te reconozco siempre. No, no vengas.
Prometí no mirar tu aviesa cara
cada vez que lloré sola en tu avara
desolación. Y si de mí te vengas,
que épica sea al menos tu venganza
y no cobarde, oscura, impenitente,
agazapada en cada sombra ausente,
fingiendo que jamás hiere tu lanza.
Entre rosas, jazmines que envenenas,
¿por qué no te ultimé yo en mi otra vida?
Haz brotar sangre al menos de mi herida,
que estoy cansada de morir apenas.
En tu jardín secreto
En tu jardín secreto hay mercenarias
dulzuras, ávidas proclamaciones,
crueldades con sutiles corazones,
hay ladrones, sirenas legendarias.
Hay bondades en tu aire, solitarias
multiplican arcanas perfecciones.
Se ahondan en angostos callejones,
tus árboles con ramas arbitrarias.
Alguna vez oí el chirrido frío
de un portón que al cerrarse me dejaba
prisionera, perdida, siempre esclava
de tu felicidad que junto a un río
bajaba entre las frondas a un abismo
de intermitente luz, con tu exorcismo.
Silvina Ocampo
Poetisa argentina nacida el 25 de julio de 1903 en Buenos Aires. Desde pequeña estudió pintura y mostró inclinación por la poesía, gracias a la marcada tradición cultural de su familia y a la trayectoria de su hermana Victoria Ocampo, quien la vinculó al mundo literario. Por conducto de Jorge Luis Borges, con quien la unió una gran amistad, conoció a su marido, el escritor Adolfo Bioy Casares. A su primera publicación poética, Enumeración de la patria (1942), le siguieron Espacios métricos (1945), Poemas de amor desesperado (1949) y Los nombres (1953). Incursionó con mucho éxito en el cuento, la novela y la literatura fantástica, regresando a la poesía en 1962 con Lo amargo por dulce y en 1972 con Amarillo celeste. Luego publicó Árboles de Buenos Aires (1979) y su antología Las reglas del secreto (1991).
Obtuvo numerosos premios nacionales, entre los que destacan el Gran Premio Nacional de Literatura en dos ocasiones, el Premio Nacional de Poesía, la Faja de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores y varios galardones municipales. Murió en Buenos Aires el 14 de diciembre de 1994.
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Escrito por Redacción