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Desde el surgimiento del esclavismo, la historia de la sociedad es la historia de la lucha de clases, y éstas, ya sean esclavistas, señores feudales o capitalistas, jamás han aceptado, naturalmente, que los pueblos intenten liberarse, y mucho menos construir un nuevo orden social, económico y político. No hay clase gobernante que se allane tranquilamente a renunciar a sus privilegios. En nuestros días vemos cómo ahí donde han perdido el poder, pelean por recuperarlo, con todos los medios a su alcance: organizan la resistencia interna, boicotean los esfuerzos de gobiernos populares o nacionalistas recién instaurados para impedir su éxito y generar irritación social, aislándolos mediante campañas sistemáticas de desprestigio, presentándolos como feroces dictadores, enemigos de la democracia y violadores de los derechos humanos, que merecen ser, mínimamente, derrocados. Preparar así a la opinión pública es el principio de las “revoluciones de colores”, a lo que siguen manifestaciones “sociales”, aprovechando la inconformidad creada, y, finalmente, el empleo de la fuerza, como recientemente se vio en Kazajastán. Pero no actúan localmente.
La clase adinerada del mundo forma una unidad y actúa siempre coordinadamente –como hacen Estados Unidos (EE. UU.) y sus socios de la OTAN–, en defensa de sus intereses, afectados por gobiernos de trabajadores o nacionalistas, en los que ven una calamidad; el imperialismo considera una “amenaza al orden mundial” (su orden) que las naciones antes sometidas o colonizadas busquen libremente su propia vía de desarrollo y la protección de sus recursos naturales; solo admite gobiernos dóciles que permitan el saqueo, el endeudamiento, el avasallamiento de sus mercados por los monopolios y transnacionales que succionan la riqueza global (de esta historia trataré en posterior colaboración).
En este contexto debe entenderse la ofensiva de EE. UU. y la Unión Europea contra Rusia, a la que acusan (la moda hoy) de “pretender invadir Ucrania”, sobre la base de que el presidente Vladimir Putin, en pleno ejercicio de la soberanía nacional y en una acción eminentemente defensiva, ha concentrado una importante cantidad de efectivos militares –ojo, dentro de su propio territorio–, en las fronteras con Ucrania, no invadiendo a ésta ni a otra nación (como sí hace reiteradamente EE. UU.). Ah, dicen, es que “puede querer invadirla”; pero esto solo es una cortina de humo para justificar la ofensiva contra un país que se ha salido del control norteamericano, bajo el cual cayó cuando se hundió la URSS y subió al poder Boris Yeltsin en 1991. Una Rusia soberana y fuerte y, más todavía, aliada con China, es algo imperdonable para el imperio. Como refuerzo de su campaña belicista, EE. UU. solicitó el pasado 23 de enero a los familiares de sus diplomáticos salir de Ucrania “ante la amenaza de la invasión”. Una verdadera sicosis de guerra, culpando a Rusia.
El hecho es lo opuesto a lo pregonado por los medios occidentales: es realmente EE. UU. el que, desde hace años, viene cercando a Rusia con bases de misiles cada vez más cercanas, desde las cuales, se sabe, hoy puede con un disparo alcanzar Moscú en 15 minutos, pero, dice Vladimir Putin: “Si en el territorio de Ucrania aparece algún tipo de sistema de ataque, el tiempo de vuelo hasta Moscú será de 7-10 minutos, y 5 minutos en el caso de que las desplegadas fuesen armas hipersónicas. Simplemente, imagínenselo (…) Entonces tendríamos que crear algo similar en relación con quienes nos amenazan de esa forma. Y ahora ya somos capaces de hacerlo (…) El crear esas amenazas en Ucrania supone líneas rojas para nosotros (…) Espero que prevalezca el sentido común y la responsabilidad…” (La Vanguardia, 30 de noviembre de 2021).
Como decimos, este sitio en torno a Rusia, y que hoy pretende establecer un bastión en la vecina Ucrania, ya lleva tiempo. “En 1990, Estados Unidos y Rusia suscribieron un pacto, donde se estipuló que la OTAN no ampliaba su dominio hacia los países de Europa del Este. Sin embargo, después del colapso de la Unión Soviética en 1991, Estados Unidos y sus socios de la OTAN cambiaron las reglas del juego, y comenzaron a desarrollar una agresiva política de ampliación del teatro de operaciones hacia los países que habían formado parte de la antigua Cortina de Hierro. Entonces, Estados Unidos, violando las estipulaciones del acuerdo con los rusos, hizo que países que habían formado parte del Pacto de Varsovia y los que nacieron después de la desintegración de algunos de ellos ingresaran entre 1999 y 2020 como miembros de la OTAN: Polonia, Hungría, la República Checa, Bulgaria, Rumania, Eslovaquia, Eslovenia, Letonia, Lituania, Estonia, Croacia, Albania, Montenegro y Macedonia del Norte. En los últimos años, las más polémicas pretensiones de nuevas adhesiones a la OTAN han sido las de Georgia y Ucrania. El expansionismo de la OTAN hacia el patio trasero ruso hace parte de la aceitada estrategia política de seguridad de Europa, liderada por Estados Unidos. Cuando se analiza con detenimiento el mapa de las ubicaciones de las fuerzas de la OTAN en Europa y Asia, se concluye que se encuentran cercanas a las fronteras rusas e iraníes, y desde luego, ambos países están rodeados por laboratorios biológicos y por más de 40 bases militares de Estados Unidos y de la OTAN, localizadas estratégicamente” (José E. Mosquera, América Economía, siete de julio de 2021).
Más todavía. EE. UU. como país tiene alrededor de 750 bases e instalaciones militares, en 70 países (Consortium News, 19 de agosto de 2021), y sus gastos exhiben su abrumadora hegemonía. “En 2020, el gasto militar de EE. UU. llegó a los 778 mil millones de dólares estimados, que representan un incremento del 4.4% respecto a 2019. Como país con el mayor gasto militar del mundo, EE. UU. contabilizó el 39% del total de 2020 (…) El gasto militar de China, el segundo mayor del mundo, se estima que llegó a los 252 mil millones de dólares en 2020 (…) En 2020, el gasto militar de Rusia creció un 2.5% hasta los 61,700 millones de dólares (…) Fue el segundo año consecutivo de crecimiento. Aun así, el gasto militar real de Rusia en 2020 fue un 6.6% inferior a su presupuesto inicial, una disminución mayor que en años anteriores” (Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo, SIPRI, 26 de abril de 2021). Como vemos, el gasto militar norteamericano representa casi el 40 por ciento del total mundial, el triple de China, y ¡doce veces superior al de Rusia!, que incluso viene reduciéndose. Asimismo, según la fuente citada, el de India (72 mil 900 millones) superó al de Rusia; y el de Reino Unido está muy cerca: 59 mil 200 millones. Es evidente quién está militarizando al mundo.
EE. UU. fabrica hoy la versión de una ¡posible! invasión rusa a Ucrania, como estratagema mediática para apretar el cerco contra Rusia y reducir su capacidad defensiva. Y cuando ésta pretende protegerse, se la presenta como un peligro para la paz mundial, pretendidamente para detenerla, en realidad para someterla y acotarla. Debe quedar claro que la amenaza de un posible conflicto bélico de alcances quizá insospechados y que hoy se cierne no solo sobre Rusia, sino sobre el mundo entero, es responsabilidad plena del imperio norteamericano en su afán de perpetuar su hegemonía por la vía de la fuerza, al perder aceleradamente la competencia en el terreno económico y tecnológico. Rusia, China y todos los países del mundo tienen derecho a la independencia y a consolidarse. Y si estas naciones, Europa u otras, se desarrollan, ello no representa una amenaza global; por el contrario, crea mejores condiciones para un mayor equilibrio: un mundo multipolar es propicio para la paz; los contrapesos impiden el abuso de poder, que necesariamente deriva de la existencia de una potencia única.
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Escrito por Abel Pérez Zamorano
Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.