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El libro de Walter Benjamin, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, de 1936, finaliza con una sentencia de gran relevancia:
“La humanidad, que fue una vez, en Homero, un objeto de contemplación para los dioses olímpicos, se ha vuelto ahora un objeto de contemplación para sí misma. Su autoenajenación ha alcanzado un grado tal, que le permite vivir su propia aniquilación como un goce estético de primer orden. De esto se trata la estetización de la política puesta en práctica por el fascismo. El comunismo le responde con la politización del arte”.
¿Qué significa estetizar la política y politizar el arte? Hace dos años, en un artículo escrito para el portal del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales (Cemees) traté de responder esta pregunta. Mi respuesta de entonces, siguiendo a Benjamin, fue más o menos la siguiente:
La “estetización de la política” consiste en vestir a la política con ropas atractivas; significa distraer a la gente, mediatizarla y conseguir su apoyo político de forma irreflexiva; es usar al arte como un mero instrumento de propaganda y movilización, pero sin educar, sin elevar la conciencia crítica y reflexiva de la gente, manteniéndola enajenada.
La “politización del arte”, en cambio, consiste en educar; significa usar el arte para elevar la comprensión de las personas y forjar en ellas un pensamiento reflexivo y crítico; es permitir a la gente descubrir, desde su propia comprensión y por las razones correctas, que su participación política es necesaria para su propia liberación y para la liberación de todas y todos los oprimidos.
En otras palabras, lo que Benjamin denomina “estetización de la política” es el uso del arte para mantener la enajenación política, es decir, para mantener la subordinación y dominio político de los trabajadores y demás sectores oprimidos. La “politización del arte” es todo lo contrario: el arte como arma de liberación.
Hoy día, politizar tiene diferentes acepciones. Hay quienes usan el término de forma peyorativa, como si “politizar” significara ensuciar las cosas. Otros usan el término para señalar la intromisión de intereses políticos particulares. Son formas curiosas del término. Para los primeros, pareciera que hay cosas en la vida que pueden permanecer fuera de la política, ya sea la educación, el arte, la vida privada, etcétera. Para los segundos, pareciera que sólo podemos llamar política a la política oficial, la de los partidos y la clase política en turno; como si no hubiera política en todo lo que hacemos.
Empecé hablando de la forma en que Benjamin comprende la “politización del arte” porque, a mi modo de ver, ésta nos permite comprender la politización en general desde una óptica marxista y revolucionaria. Para explicar esto último, veamos lo que dicen Marx y Engels en su primera obra conjunta.
Marx y Engels se conocieron, cara a cara, durante el otoño de 1844. El primero tenía 26 años y el segundo 24. Ambos habían participado en una revista publicada a inicios de ese año y ambos se leyeron mutuamente. De cierto modo ya se conocían, aunque sólo fuera por la lectura cruzada de sus textos. Su pensamiento era afín, pues ambos habían llegado a conclusiones teóricas y políticas similares. Su encuentro fue como una llamarada. Marx interrumpió su trabajo en lo que ahora conocemos como los Manuscritos de economía y filosofía de 1844 y, junto con Engels, comenzó la redacción de La sagrada familia.
En este libro, y entre otras cosas, Marx y Engels plasmaron sus concepciones sobre la relación entre política, autoridad y conocimiento. Para ambos era claro que la guía y autoridad que los oprimidos del mundo debían seguir para su liberación era el conocimiento concreto de la realidad. Sólo conociendo, comprendiendo y obedeciendo voluntariamente las leyes de la naturaleza y la sociedad, las personas podrían cambiar el mundo para construir uno que les permitiera superar las formas de opresión ideológicas, políticas y económicas.
Pero Marx y Engels también señalaron que este conocimiento, para convertirse en arma de la revolución, necesitaba ser asimilado y desarrollado por los trabajadores y demás grupos oprimidos. Eran ellos quienes tenían que elevar su comprensión, educándose y organizándose para su liberación.
Los oprimidos deben liberarse obedeciendo las leyes de la realidad que ellos mismos han correctamente comprendido y aceptado. Por eso, es necesario tener cuidado de no equivocarnos y llegar a creer que lo único que se necesita para hacer una revolución es que algunos cuantos tomen el poder y, de arriba a abajo, “le entreguen” a los oprimidos su liberación.
Incluso si un grupo bienintencionado de políticos de izquierda llega al gobierno con el objetivo de “resolverle” los problemas a su pueblo, e incluso si logra avances en materia de bienestar, reducción de la pobreza y crecimiento económico, esa “revolución” estaría incompleta porque le haría falta uno de sus elementos más importantes: la educación y organización independiente de los oprimidos, su politización.
Pero ¿no es ésta una objeción muy quisquillosa? Total, ¿qué más da la educación y organización política de la gente si, a final de cuentas, se solucionan sus problemas más apremiantes y mejora su nivel de vida? ¿No es más fácil y práctico buscar buenos gobernantes para que sean ellos los que resuelvan?
El gran problema aquí es que cuando la “liberación” viene de fuera, no es liberación.
Cuando los oprimidos no somos capaces de alcanzar y sostener nuestra propia liberación, y es alguien más quien viene a “otorgárnosla”, los “liberados” quedamos sujetos a nuestro libertador, dependemos de él, y, si él quiere, puede arrebatarnos lo que previamente nos había concedido. Por eso la liberación de los oprimidos debe ser obra de ellos mismos.
En La sagrada familia, Marx y Engels criticaron mordazmente a un grupo de pensadores que habían sido amigos suyos. Estos pensadores, conocidos como jóvenes hegelianos, también querían ser revolucionarios, pero asumían posturas políticas en las que se presentaban a sí mismos como detentadores del conocimiento y salvadores, mientras que concebían a los oprimidos como una masa sin conciencia que, fundamentalmente, debía seguirlos.
Marx y Engels coincidían en que los oprimidos debían liberarse con ayuda de la ciencia. El problema es que los jóvenes hegelianos parecían asumir que los poseedores del conocimiento eran ellos y, por tanto, era a ellos a los que la gente debía obedecer. Esto era lo que Marx y Engels consideraban un terrible error. La revolución tenía que romper con la enajenación política, politizando a los oprimidos, es decir, ayudando a su educación y organización autónomas, para que fueran ellos mismos los autores y protagonistas de su liberación.
Desde una perspectiva marxista, la politización puede entenderse como la acción de educarse y organizarse políticamente. ¿Para qué? Para superar la enajenación política y que sean los trabajadores y todos los sectores oprimidos, los pobres, las mujeres y personas de la comunidad LGBTQ+, las personas racializadas, los excluidos y dominados quienes, con conocimiento de causa, tomen en sus manos el destino de esta sociedad.
Ésta es la razón por la que Marx y Engels siempre procuraron apoyar a los movimientos populares, incluso en países donde el capitalismo estaba poco desarrollado. La revolución no se trata de esperar el automático agotamiento del sistema, pero tampoco de esperar a un salvador. La revolución se trata de educarnos y organizarnos, constituyendo así al sujeto político que, orientado por un conocimiento concreto, sea capaz de transformar la realidad.
Quise retomar estas ideas por su gran importancia y actualidad. Durante buena parte del Siglo XX, las luchas y organizaciones populares en México permanecieron mediatizadas por el Estado. Retomando la metáfora de José Revueltas, el sujeto colectivo de la revolución tenía cuerpo, pero no cabeza. Hacía falta un partido de clase autónomo, que de verdad representara los intereses populares de los mexicanos y que promoviera su politización.
El Siglo XX terminó. El Partido Revolucionario Institucional (PRI), que había gobernado por más de 70 años, en el 2000 cedió el puesto a un partido abiertamente de derecha, el Partido Acción Nacional (PAN). La nueva administración sólo profundizó la política neoliberal y antipopular iniciada por sus antecesoras. Luego, tras 12 años de panismo, volvió el PRI. Pero los mexicanos estaban hartos de la vieja política y decidieron apostar por un nuevo partido, autoproclamado de izquierda, pero plagado de los políticos de siempre, el Movimiento Regeneración Nacional (Morena).
El tiempo transcurrió y, tras el mandato de Andrés Manuel López Obrador, iniciado en 2018, ahora comienza el gobierno de Claudia Sheinbaum Pardo. Sin embargo, y a pesar de su retórica populista, Morena no es, ni de lejos, la cabeza del proletariado mexicano. Ellos no promueven la politización de los oprimidos, sino su mediatización. De ahí sus constantes ataques a organizaciones y movimientos sociales. La revolución no está en sus manos, sino en las nuestras, y lo que hay que hacer es educarnos y organizarnos.
La estetización de la política” es el uso del arte para mantener la enajenación política.
La pausa seguirá hasta que se defina la resolución de los 80 amparos que ordenaban frenar la elección de jueces, magistrados y ministros.
Escrito por Pablo Bernardo Hernández
Licenciado en psicología por la UNAM. Maestro y doctor en ciencia social con especialidad en Sociología por el Colegio de México.