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Mentira en medios de EE. UU. para manipular a propios y ajenos
La tríada del capitalismo de EE. UU. ha perfeccionado la desinformación cotidiana. Por ello, es una utopía plantear una prensa libre con el cotidiano maltrato a los periodistas que cubren las protestas sociales.
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La tríada del capitalismo estadounidense –élites económicas, poder gubernamental y corporaciones mediáticas– ha perfeccionado la desinformación cotidiana, sin aparente retroceso, mediante la imposición de discursos que solo responden a sus intereses políticos. Por ello es una utopía plantear una prensa libre en el país de la Ley Patriótica y el cotidiano maltrato a los periodistas que cubren las protestas sociales.

El periodismo busca la verdad; y para informar a la sociedad, investiga a partir de preguntas clave (quién, cómo, cuándo, dónde); contrasta fuentes, verifica testimonios y contextualiza el tema. Pero la prensa corporativa de Estados Unidos (EE. UU.) está muy lejos de estas prácticas para llegar a la verdad y recurre a otras –entre ellas mentiras o medias verdades– para consolidar los objetivos hegemónicos del capitalismo.

El origen de la prensa en EE. UU. está ligado al capitalismo y su expresión militarista. Se vinculó con el nacimiento de la industria bélica y su actuación en los conflictos mundiales del Siglo XIX, cuando difundió la visión de las élites políticas: la doctrina expansionista del Destino Manifiesto que permeó en la opinión pública y que aún se mantiene en este siglo.

Hoy, la plutocracia que detenta el poder mediático estadounidense fantasea con la idea de su independencia, autonomía y democracia. Sin embargo, solo se preocupa en transmitir el pensamiento hegemónico con ideologías que reproducen las percepciones afines al interés político de los sectores empresariales a los que pertenecen.

 

 

Ya sea que la Casa Blanca aloje a un demócrata o republicano, los multimillonarios controlan el cuarto poder en la Unión Americana. Medios vistos como paradigma del periodismo democrático (The Washington Post, The Wall Street Journal, The New York Times, Times Magazine y Los Angeles Times, entre otros), hoy no ocultan que sirven al interés de sus propietarios.

Cuando la realidad es obvia y choca con estos intereses, la prensa corporativa y las plataformas electrónicas se valen de distractores para desviar la atención de la sociedad y que ésta no reclame al gobierno ni a las élites, porque su objetivo consiste en realizar campañas como “cortinas de humo” y señuelos que, en ciertos casos, infunden miedo.

Esto pudo verse cuando convirtieron los globos meteorológicos chinos en artefactos espías u ovnis; o cuando el gobierno de Joseph Biden intentó silenciar los escabrosos derrames de sustancias químicas en Ohio y Arizona; y el escándalo del supuesto tráfico de fentanilo desde México para sofocar la alarmante quiebra del Banco de Silicon Valley.

Una sociedad está mal informada cuando defiende convenidamente la versión errónea. Sin embargo, no existe derecho a la información cuando en la prensa corporativa y en las plataformas electrónicas proliferan teorías de conspiración y otras formas de engaño para influir en la psique de los estadounidenses.

El estridentismo, disfrazado como noticia de primera plana, cubre supuestas verdades y deja fuera del trending topic casos como la expulsión de dos congresistas demócratas en Tennessee, por participar en movilizaciones que exigían mayor control en la venta de armas en ese estado; o la toma de carreteras por transportistas en Rhode Island, solo permitidas para automóviles, se esconde en páginas interiores.

Estos problemas sociales, que no interesan a los “grandes medios”, han alimentado la enorme crisis de confianza entre los estadounidenses conscientes de que la prensa les suministra contenidos afines a las élites. Por eso hoy únicamente 39 por ciento confía en la veracidad de las noticias que leen y escuchan; el 54 por ciento confía algo y el 6.6 por ciento no confía nada en esa información, refiere el Centro Pew de Investigación.

En general, los estadounidenses están conscientes de que tanto los grandes medios impresos como los audiovisuales, electrónicos y las redes sociales, dispersan noticias falsas. Este fenómeno es hoy del mayor interés en amplios sectores de la sociedad estadounidense por sus potenciales efectos negativos.

La intención que hay detrás de la emisión y publicación de contenidos falsos ya representa una epidemia global de la que no están exentos los estadounidenses. Un sondeo de Statista reveló que el 24 por ciento de los adultos respondió que los confunden las falsas noticias sobre hechos básicos de la vida cotidiana.

A la par, 38 por ciento de usuarios de las redes reconoce que éstas han difundido falsas noticias sin advertirlo en el momento de recibirlas. En 2022, la dificultad para distinguir la veracidad o falsedad de las noticias provocó que los adultos redujeran su nivel de confianza en medios y redes, en comparación con 2021, según Statista.

Todo indica que la falsificación de contenidos en medios privados de EE. UU. produce una tendencia que continuará este año y más adelante. Está aquí para quedarse porque eliminarla o controlarla requerirá un proceso arduo. Una solución potencial o de alivio al problema en el largo plazo demanda la cooperación social para que se exhiba el oscuro objetivo de sus artífices, sugiere la Fundación Carnegie.

 

Sin libertad

Es paradójico que el país que se autoproclama “faro de la democracia” hoy restrinja el derecho a la información y la libertad de expresión de ciudadanos y periodistas. En octubre de 2022, el Índice Mundial de Libertad de Prensa situaba a EE. UU. en el puesto 45 entre 180 países verificados (México se hallaba en el 153).

Con unanimidad sorprendente, la prensa corporativa despliega campañas de desinformación, en las que se presentan como enemigos y amenazas a sus propios defensores de derechos humanos o a dirigentes de Estados nacionales no gratos a las élites estadounidenses. El conflicto en Ucrania, el diferendo con Venezuela y la crisis migratoria con México son algunos ejemplos de este maniqueísmo.

Los estadounidenses reconocen que su gobierno y la prensa corporativa practican el doble rasero de la libertad de prensa. Mientras el gobierno y sus aliados extranjeros censuran y silencian sin precedente a canales, aplicaciones y medios de otros países –rusos en particular– como un ataque al derecho a la información, ningún medio corporativo critica esa medida.

En su informe sobre la libertad de prensa titulado Noche y Día: el gobierno de Biden y la Prensa (2022), de Leonard Downie y editado para el Comité para la Protección de los Periodistas (CPJ), reporta que subsisten serios problemas para los trabajadores de los medios, aunque detectó avances en el primer año de gobierno de Biden.

Downie escribe que Joseph Biden ofreció mejorar las relaciones con los medios nacionales; y aunque no ha habido grandes choques, falta convertir muchas de sus promesas en actos. Persisten retrasos para acceder a información oficial, se restringe a periodistas cuando informan asuntos de la frontera sur y está vigente la Ley de Espionaje que se aplica al fundador de WikiLeaks, Julian Assange.

 En el país de la democracia, como ocurre en las naciones del “tercer mundo”, se amenaza con procesos judiciales a periodistas incómodos. Por ello, las organizaciones de defensa exigen realizar cambios estructurales que atiendan el drama de periodistas en peligro, aspecto clave que algunos medios corporativos silencian.

El periodismo es el ejercicio social que más acerca a la sociedad con la realidad. Impedirle acceso a la información gubernamental es la estratagema del gobierno para tergiversar y confundir a sus ciudadanos sobre cuestiones cruciales. Por ello, el CPJ afirma que, al impedir la transparencia, el gobierno de EE. UU. no puede ser abanderado mundial de la libertad de prensa.

De ahí la crítica al gobierno de Biden, que incumplió el compromiso ante los periodistas afganos aliados de otorgarles el visado P-2 (para personas en peligro). Los abandonó tras el caótico retiro de tropas de EE. UU. en Afganistán y otros gobiernos debieron intervenir para salvar la vida de esos comunicadores.

Con el gobierno en turno, las corporaciones mediáticas han contribuido a silenciar las protestas ciudadanas contra el racismo sistémico en EE. UU. En las manifestaciones contra la violencia policiaca de 2020, durante solo dos meses se registraron más de 400 ataques a la libertad de prensa, publicó la agencia alemana Deutsche Welle (DW).

La policía no duda en reprimir a los periodistas que cubren las protestas antirracistas; y esa práctica extendida degrada más la libertad de prensa en EE. UU., denuncia el vocero del CPJ, Courtney Radsch.

El organismo Rastreador de la Libertad de Prensa de EE. UU., asociado con el CPJ, realizó una investigación sobre los riesgos de profesionistas del gremio en aquel país. Hay cientos de incidentes relacionados con la brutalidad policial para acallar las protestas civiles contra la injusticia social, entre mayo de 2020 y marzo de 2023, informa el activista estadounidense.

The New York Times, The Washington Post y The Huffington Post y otros “paladines” de la libertad de información pasan por alto la violencia policiaca contra civiles que protestan por abusos, la cual incluye arrestos, amenazas, acopio ilegal de datos personales, asaltos de agentes a manifestantes, disparos con proyectiles a civiles, robos de equipos y agresiones físicas.

El reportero de DW Stefan Simons sufrió un disparo con balas de goma, otros periodistas han recibido amenazas de la policía en Minneapolis y hay decenas de denuncias documentadas en el portal de Rastreador. Solo en dos meses se registraron 89 lesiones con balas de goma o proyectiles; 27 rociados con spray de pimienta y 49 con gases lacrimógenos.

Las investigaciones concluyen que en EE. UU. ya son comunes las agresiones policiacas contra periodistas que no tuvieron cobertura de los grandes medios. Radsch pregunta qué significa, para el Estado de la libertad de prensa, que la policía persiga a periodistas que transmiten en vivo donde hay conflictos, pues es inquietante que las fuerzas del orden perpetren esos ataques, conscientes de que hay cámaras grabándolos.

Por ello, aun organizaciones de cuestionada neutralidad, como Reporteros Sin Fronteras, han reconocido que, en EE. UU. “las vulneraciones a la libertad de información se multiplican a ritmo escalofriante”.

 

Verdad de monopolio

En 15 años, la condición laboral de los periodistas en EE. UU. ha sufrido un fuerte declive, lo que no ha sido noticia en CNN, USA Today y otros medios corporativos: más de 20 por ciento de diarios ha cerrado; más de la mitad de puestos de trabajo en las salas de redacción han sido eliminados; y, a causa de la pandemia de Covid-19, se han perdido al menos 36 mil empleos o reducido los salarios.

Los medios impresos, de radio, televisión y plataformas digitales son propiedad de corporaciones. News Corporation, de Rupert Murdoch, posee 152 canales de televisión abierta y de paga, por satélite, cine, revistas, periódicos, libros y páginas web; el conglomerado Comcast, dueño de Disney Company y Warner Media, son ejemplo de ese monopolio.

 

Guerra y paz

 

 

La prensa de EE. UU. se ha ostentado como la más libre, defensora de valores democráticos y de los derechos humanos; pero en realidad trabaja para preservar la hegemonía imperial estadounidense. Lo hace invocando la nueva Doctrina Monroe en América Latina, celebrando la Revolución de colores en Eurasia y orquestando la llamada Primavera árabe en Asia occidental y Noráfrica, lo que solo ha ocasionado desastres, denuncia el Ministerio de Exteriores de China.

La desinformación ha sido característica de esa prensa. Difundió el miedo y la falsa versión de las armas de destrucción masiva de Saddam Hussein para respaldar la guerra en Irak (2003), la segunda en menos de una década e inspirada en la frase “golpear y aterrar” (shock and awe) que causó la muerte de cuatro mil tropas suyas y cientos de miles de iraquíes. En ese periodo, la prensa no publicó el sondeo del Pew Center Research, el cual reveló que 62 por ciento de adultos no consideraba necesario combatir, entre quienes el 59 por ciento eran veteranos de la primera guerra en Irak y Afganistán, recuerdan Carroll Doherty y Jocelyn Kiley.

Veinte años después, a 14 meses del conflicto en Ucrania, la desinformación abunda. Por ejemplo, Jessica Lyons reporta en The Register que “Rusia es el rey de la desinformación” y lo acusa por filtrar en Twitter y Telegram planes secretos de EE. UU. y la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), versión que no respalda con pruebas.

 

Al principio de esta década, compañías editoriales y multimedia con dos siglos de historia aún eran propiedad familiar y concentraban más de un cuarto del mercado mundial de medios. Además de generar inmensos beneficios (estimados entre 20.5 mil y 25 mil millones de dólares) emplean a más de un millón de personas.

La información que estos medios privados brindan a los estadounidenses sigue un modelo de negocio que aspira a tener la mayor audiencia posible (clientela) y que contrasta con la concepción tradicional del periodismo: la objetividad de sus contenidos.

El control de la información permea la cobertura periodística de estas corporaciones. Los algoritmos definen el nuevo régimen informativo y el mensaje que difunden está pensado para influir o polarizar. El debate como ejercicio democrático se aleja para dar paso a la crispación y a los extremos.

Así se privilegia el escándalo en la cobertura de inconformidades sociopolíticas, crisis económicas, conflictos internacionales, desastres ambientales y problemas financieros. Cuando las corporaciones llaman “público” a la sociedad y los ciudadanos para asignarles un rol de espectadores, eluden su responsabilidad social y deslegitiman la voz del otro para emitir su propia “verdad”.

Por ello ha prosperado el fenómeno de “la posverdad”. Ese vocablo, usado por Steve Sesich, describe el síndrome por el cual los ciudadanos ya no se indignan ante los abusos de la prensa, sino que reaccionan con cierto desprecio ante verdades incómodas o molestas.

Se distancian de la verdad. Ante ese aparente desánimo, la Asociación Americana de Psicología, en su Informe de Tendencias 2023, exhortó: “Los psicólogos tienen la misión de luchar contra eso con métodos científicos”.

 

Consigna: desinformar

La comunicación como campo de batalla por el poder político-económico manipula contenidos en nombre de valores democráticos. Los banaliza con noticias, telebasura e info-entretenimiento para crear percepciones e influir en audiencias y usuarios de las plataformas.

La desinformación ocurre cuando la gente mantiene creencias factuales incorrectas. En EE. UU. ya alcanza niveles preocupantes, pues se expresa en descalificaciones a otros Estados, adversarios, sectores o grupos no afines. La actual generación formó su criterio por medios que reproducen comunicados del Departamento de Defensa (Pentágono) que califican como “terroristas” a insurgentes o como “luchadores por la libertad” a mercenarios.

Medios tradicionales y emergentes, con enormes audiencias por cautivar, cada vez están más tentados a desinformar por motivos políticos. De ahí que el Instituto de Neuro-Liderazgo advierta: usar mentiras parecidas a verdades es usual en los medios para confundir a las personas sobre la toma de decisiones.

2022 fue el año de la desinformación. Se difundieron noticias sin confirmar: inexistentes conspiraciones, gravedad del Covid-19, falsedades del conflicto ruso-ucraniano, supuestos fraudes electorales, crisis migratorias, violencia de género y desastres climáticos.

Gobierno y medios han formado un círculo vicioso para fabricar mitos y mentiras. Es un nexo tan simbiótico que la prensa es incapaz de decir a los ciudadanos lo que es verdad; y a la vez, el gobierno es incapaz de gobernar efectivamente.

 

 

Los medios necesitan crisis para dramatizarlas; y los funcionarios necesitan aparecer resolviendo esas crisis. De ahí el sensacionalismo, fenómeno obtuso que deliberadamente magnifica hechos para provocar controversias e intensificar emociones y ganar más atención.

Luego se confirma que esas crisis no eran tales, sino fabricaciones, sostiene el politólogo y periodista Paul H. Wever. Tan usual es la falsificación de la realidad que el sitio PolitiFact premia La Mentira del Año. La más reciente fue de The Wall Street Journal cuando informó que “Putin lanzó una guerra contra Ucrania que se construyó en una base de mentiras”.

En conclusión, los problemas de los medios estadounidenses son mucho mayores que las noticias falsas. Hoy, los medios están bajo escrutinio y analistas, políticos y reporteros son acusados por prejuicios y por sesgar información en sus coberturas, alertó Bharat N. Anand en la revista Business, de la Universidad de Harvard.


Escrito por Nydia Egremy

Internacionalista mexicana y periodista especializada en investigaciones sobre seguridad nacional, inteligencia y conflictos armados.


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