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Más de uno de ustedes, seguramente, se ha atrevido a suponer que puede contar las hojas de los árboles que hay en nuestro planeta; otros, que es posible calcular los granos de arena que se acumulan en las orillas de los ríos, mares, arroyos, lagos u océanos y, los más osados, han querido contar las estrellas que brillan en la noche. Algunos han contado más de uno, otros mil, y los más valientes hasta un millón, sin embargo, ninguno ha calculado el número exacto de hojas, granos de arena existentes en la Tierra y estrellas en el cielo nocturno.
En efecto, el número de hojas en los árboles y los granos de arena que abundan en la Tierra, a pesar de que no han sido calculados por el hombre, sí puede conocerse, si así se desea, dado que la superficie donde se hallan es cerrada y finita. Son, por tanto, calculables, contables, es decir, finitos. En cambio, nadie conoce el número exacto de estrellas y ningún ser humano lo ha calculado ni con la ayuda de los telescopios más sofisticados del siglo XXI. Este “número” incalculable, inalcanzable y desconocido recibe el nombre de infinito.
Al ser humano le llevó cientos de años de abstracción comprender este concepto; y fue precisamente su quehacer cotidiano y limitado lo que le ayudó a entender el significado y la implicación del infinito; es decir, éste fue hallado en lo finito y lo eterno fue descubierto en lo perecedero, como lo describió Federico Engels en su Dialéctica de la Naturaleza. El hombre comprendió el infinito gracias a su necesidad práctica de querer abarcar la totalidad de objetos existentes en la naturaleza y el universo y de calcular áreas o volúmenes de cuerpos cada vez más irregulares. Comenzó a dividir dichos cuerpos en rectángulos o cubos muy pequeños, para después sumar el área y el volumen de cada uno de ellos y posteriormente llegar al área o al volumen del cuerpo original. Pero no solo eso, al describir movimientos de objetos microscópicos y calcular su velocidad y rapidez en intervalos muy pequeños fue necesario crear la teoría del cálculo diferencial e integral, que hoy por hoy es una herramienta poderosísima para la construcción de locomotoras, naves espaciales, aviones, edificios, puentes, canales, etc. Así fue como el ser humano, al comprender el significado de lo infinitamente pequeño y lo infinitamente grande, logró entender el concepto de infinito.
Esta comprensión fue determinante para el hombre, pues pudo describir y hasta demostrar matemáticamente la existencia del infinito. Incluso la mente humana fue más allá: comprobó matemáticamente la existencia de “muchos” infinitos, como el caso del matemático ruso-alemán George Cantor, quien probó que los conjuntos de números naturales, enteros, racionales y reales eran infinitos y que el conjunto de estos últimos era más grande que el conjunto de los enteros o naturales. Sin embargo, estos infinitos totalmente válidos en las matemáticas, no son admisibles en la física, la química, la biología, etc. Por ejemplo, la infinitud del espacio y del tiempo que las matemáticas describen es imposible describirla en la astronomía y en la física. Por poner un ejemplo: el radio aproximado de la esfera del universo que hasta ahora puede observarse desde la Tierra es de apenas trece mil 700 millones de años luz, cuya distancia en kilómetros es muy grande, pero a final de cuentas finita.
Por lo tanto, en la práctica, el hombre no puede describir y determinar el infinito, aunque exista teóricamente. Esta aseveración se torna más ilustrativa si recordamos que la extensión de las micropartículas es del orden de 10 elevado a una potencia negativa de catorce centímetros (una magnitud muy pequeña) y del hecho de que la profundidad del universo macroscópico alcanza una distancia de hasta 10 elevado a una potencia de veintisiete centímetros (una magnitud muy grande), pero finita al fin y al cabo (ver El problema de lo finito y lo infinito, de Serafín Timofiévich Meliujin).
Se desprende, por tanto, que la infinitud del espacio y del tiempo no deben buscarse en las matemáticas, o no solamente en ellas, sino en otras ciencias con la ayuda, desde luego, de las matemáticas. Solamente así se comprenderá la verdadera utilidad de esta ciencia exacta.
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Escrito por Romeo Pérez
Doctor en Física y Matemáticas por la Facultad de Mecánica y Matemáticas de la Universidad Estatal de Lomonosov, de Moscú, Rusia.