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A finales de marzo de 2018, el presidente de Estados Unidos (EE. UU.), Donald Trump, firmó un documento mediante el cual impuso aranceles a productos chinos por 60 mil millones de dólares, medida con la que trata de equilibrar el inmenso déficit comercial que en 2017 registró ante la que ya es la segunda economía más grande del mundo y que ascendió a 375 mil millones de dólares. Este hecho evidenció que EE. UU. es un comprador neto de China, que no produce lo que le vende China o que lo que este país produce es más barato.
La ganancia, más precisamente denominada plusvalía, se genera en la esfera de la producción y es la diferencia entre el costo de la mano de obra –que en realidad se llama valor de la fuerza de trabajo– y el monto o valor de lo producido por esa fuerza de trabajo puesta en movimiento. La máquina, aun la más sofisticada, no produce valor y solo potencia a la fuerza de trabajo que sí produce el nuevo valor. Es precisamente por esto que la economía capitalista es el modo de producción dominante en el mundo actual, pues necesita producir o poner en acción a la fuerza de trabajo que genere la plusvalía, para posteriormente vender lo producido y transformar ésta en dinero, su poderoso equivalente universal. De todo ello se desprende que una economía que ha dejado de generar plusvalía en la esfera de la producción (y realizarla con la venta), para dedicarse preferentemente a comprar lo que otros producen, es una economía frágil, dependiente, condenada a desaparecer como economía dominante en el mundo. Por esa razón, Donald Trump trata de frenar las compras de EE. UU. a China.
El presidente estadounidense intenta lograr que China venda menos y, por tanto, pretende que produzca menos mercancías y menos plusvalía y se reduzca el poderío chino. Pero el objetivo propuesto para la economía de EE. UU. en el largo plazo no se alcanzaría reduciendo el volumen de las ventas chinas, sino aumentando la producción y la venta de las mercancías estadounidenses. Para que ello se haga realidad es indispensable que las mercancías gringas sean más baratas y de mejor calidad; es decir, EE. UU. necesita una revolución en su productividad, en la cantidad y calidad de las mercancías que produce por unidad de tiempo. ¿Se logra eso castigando las mercancías del competidor con nuevos aranceles? No, definitivamente, no.
EE. UU. no puede competir con los salarios de China para abaratar y hacer más competitivas sus mercancías. No puede hacerlo porque la sociedad china, como un todo, se encarga de resolver muchos de los problemas de los trabajadores: salud, vivienda, educación, jubilación y retiro, etc., mientras que en el territorio estadounidense, en el que priva el “mercado libre”, el capitalismo sin controles, dominan los enemigos del gasto social, que se reduce día con día y los gastos de su sostenimiento se endosan al trabajador como individuo, quien con su salario tiene que pagar por ellos. El modelo económico chino, que apela más a la solidaridad social, que tiene más en cuenta la distribución de la riqueza, se está mostrando superior al modelo estadounidense, que deja todo a la capacidad y posibilidad individuales.
Pero no es solo eso: también en el terreno del conocimiento, que en última instancia es el motor de la productividad a través de los descubrimientos científicos y tecnológicos, EE. UU. se está rezagando irremediablemente. Los políticos y los científicos estadounidenses se quedaron boquiabiertos con las nuevas armas rusas que presentó Vladimir Putin en 2017, con lo que se ha consolidado la opinión de que si Rusia no es ya superior en armamento a EE. UU. ha logrado restablecer plenamente el mundo bipolar o que al menos ya existe un equilibrio de fuerzas entre las dos potencias.
La educación de los científicos en EE. UU., limitada a lo que éstos pueden pagar por ella, está en crisis y no puede competir con los gastos que se dedican en Rusia y China a la educación de amplias masas del pueblo. Ya era del conocimiento público que las deudas contraídas por las familias de los jóvenes que cursan la educación superior para sufragar colegiaturas y gastos las estaban ahogando. Un estudio que apenas se ha dado a conocer, el primero en su tipo y elaborado por investigadores de la Universidad de Temple y del Wisconsin HOPE Lab, descubrió que el 36 por ciento de los estudiantes de las universidades de EE. UU. no tiene dinero suficiente para comer y que el mismo porcentaje carece de un sitio seguro donde vivir; puso al descubierto, asimismo, que en el mes anterior a esta investigación de campo, el seis por ciento de los estudiantes universitarios pasó un día entero sin comer.
La agudización de las contradicciones del capital alcanza a los cimientos mismos de la educación en EE. UU.; a la hora de escribir estas líneas, miles de maestros se movilizaban en el estado de Oklahoma demandando aumentos salariales, prestaciones y mejores condiciones de retiro; estas manifestaciones siguen el ejemplo de los maestros de West Virginia, Kentucky y Arizona, que en las últimas semanas se habían estado movilizando con las mismas demandas. Ítem más. Mientras EE. UU. necesita con urgencia aumentos en la productividad derivados de nuevos descubrimientos y procedimientos, miles de estudiantes se movilizan exigiendo mayor control a la venta de armas para que cesen (o disminuyan) los ataques mortales en las instituciones de enseñanza en las que estudian. “Enfrentamos una severa caída de científicos e ingenieros preparados que puedan desarrollar nuevas tecnologías avanzadas”, dijo en 2008 Bill Gates ante el Congreso de EE. UU.
Colocarse nuevamente a la vanguardia del conocimiento mundial no es una tarea sencilla ni rápida. Pero no solo llegan hasta ahí las debilidades de EE. UU. en la guerra económica que ha desatado con China (y con buena parte del mundo). El país asiático tiene ahora, casi 40 años después de las reformas que emprendió Deng Xiaoping, muchas más maneras de defenderse y encarar a esta potencia. Unos días después del anuncio proteccionista de Donald Trump, la Comisión de Aranceles de Aduanas del Consejo de Estado anunció que impondría tarifas de importación de entre el 15 y el 25 por ciento, mismas que serían aplicadas a 128 mercancías de EE. UU. y que entraron en vigor en septiembre de 2018. Esas importaciones se valoran en tres mil millones de dólares y equivalen al daño que sufrirá el sector acerero y del aluminio del gigante asiático por las tarifas impuestas por Trump; la gran mayoría de los productos afectados serán gravados con un impuesto del 15 por ciento y otros productos gringos –algunas frutas frescas y secas, vino, carne de cerdo congelada o aluminio reciclado– estarán sujetos a una tasa del 25 por ciento. La economía china ha estado siendo víctima de agresiones de EE. UU. desde siempre, pero con mayor intensidad desde el año 2005 aproximadamente, cuando empezó a quedar claro que, debido a su peculiar modelo económico, a su capitalismo regulado, podría adquirir un desarrollo vigoroso e independiente de la voluntad imperialista. Opino que ya fue demasiado tarde.
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Escrito por Omar Carreón Abud
Ingeniero Agrónomo por la Universidad Autónoma Chapingo y luchador social. Autor del libro "Reivindicar la verdad".