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Es la historia de un joven español nativo de Toledo o Valladolid (1542) que viaja a la Nueva España huyendo, al parecer, de la presunción de que era uno de los muchos hijos bastardos del emperador Felipe II –de quien incluso había sido paje– o para ocultar una creencia religiosa que no era la católica romana de su padre. Llega a México en 1562 cuando tenía 20 años y se hospeda en la casa de un rico paisano suyo en el pueblo de Tacuba. Trabaja un tiempo como amanuense en una notaría y al poco tiempo abandona la Ciudad de México, se dirige hacia la región de Occidente y en el Valle de Atemajac se inicia como asceta o ermitaño, opción de vida en la que se mantuvo hasta su muerte en 1596, a la edad de 54 años.
En ese lapso de 34 años vivió además en Mezquital, Zacatecas; en la Huasteca veracruzana; en Atlixco, Puebla; Oaxtepec, Morelos; Tlalpan y Santa Fe de la CDMX. Oraba y meditaba de pie; dormía en el piso; se alimentaba solo con agua, maíz tostado y hierbas del campo; vestía túnicas de tela cruda y andaba descalzo; no usaba ninguna reliquia, ni rendía devoción a imágenes católicas, incluidas las de Jesucristo y la Virgen María; no asistía a misa, ni se confesaba ni comulgaba. Sus únicas pertenencias eran una Biblia, un mapamundi y un globo terráqueo, pero disponía de una educación muy amplia en astrología, geografía, botánica, agricultura, matemáticas; leía y escribía en latín. Escribió varios libros pero los únicos que sobrevivieron a la rapiña post mortem fueron: Medicina o Secreto de las plantas medicinales de la Nueva España, Cronología Universal desde Adán hasta el reinado de Felipe II en España; Calendario perpetuo; Tratado o exposición del libro canónico del Apocalipsis.
Sus prácticas de eremita y su nulo afecto a la ritualidad católica generaron la sospecha de que era judío, protestante e incluso “alumbrado”, es decir, fanático de una secta cristiana que surgió en el Siglo XV en Llerena, Extremadura y reivindicaba la sensualidad carnal como vía de comunicación sana con la Santísima Trinidad. En Zacatecas, Tlaxcala y Santa Fe hubo denuncias de su judaísmo; pero a pesar de los múltiples testimonios de su filiación a esta religión –resalta Del Valle Arizpe– “nunca fue molestado en lo mínimo por la celosa y siempre vigilante Inquisición. Siguió, tranquilo y misterioso, encerrado entre las cuatro paredes de su manida retirada del trato”.
Incluso, aun por encima de este detalle significativo, gozó siempre de la fama de santo y en el Hospital de Santa Fe, que había fundado don Vasco de Quiroga y que fue la última y más duradera de sus moradas, fue visitado por los virreyes Gaspar de Zúñiga y Acevedo, conde Monterrey y Luis de Velasco II; arzobispos, obispos, otros prelados del más alto nivel jerárquico y académicos de la Universidad Pontificia de la Ciudad de México. Entre éstos se hallaba Francisco de Losa, quien fuera su amigo, protector y biógrafo (Vida del Venerable Siervo de Dios Gregorio López, impreso por primera vez en 1615, luego en 1672 y 1727).
Del Valle Arizpe cuenta que cuando el virrey Zúñiga y Acevedo se enteró de su muerte, recordó sus facciones y de manera inconsciente volvió los ojos a los retratos de los emperadores Carlos V y Felipe II que había en su despacho: “¡Dios mío, el abuelo y el padre!”.
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Escrito por Ángel Trejo Raygadas
Periodista cultural